Todavía no se colocaba la pista atlética que en 2012 sería inmortalizada por las zancadas de Usain Bolt y Mo Farah, aún no se cerraban las paredes que darían abrigo a las espléndidas ceremonias de apertura y clausura de los Juegos de Londres, y el pleito ya tenía bastantes rounds a cuestas.
West Ham contra Tottenham Hotspur batallaban por convertir a ese Estadio Olímpico en su nueva casa. A favor del primero estaba la proximidad espacial respecto al viejo escenario Boleyn Ground y la afinidad cultural hammer hacia la tradición del East End londinense. A favor del segundo, un proyecto económica y deportivamente más poderoso, así como una base de fanáticos mucho más grande.
Tras fuertes encontronazos y mucha política (en 2011, ya se había decretado ganador al West Ham, pero la ley europea de competitividad obligó a cancelar y reabrir el caso), los hammers fueron ratificados en 2013 como inquilinos. Trato que levantó indignación y protestas, por tener que pagarse una carísima adecuación con fondos de los contribuyentes de esa capital; si el estadio original había costado unos 680 millones de dólares, las reformas para darle rostro futbolero implicaron otros 400 millones; además, se concedió al equipo un pago irrisorio por concepto de renta: menos de 4 millones de dólares al año.
Con mucha emotividad, el West Ham se despidió de Boleyn Ground en mayo de 2016. Cerraba, además, un año sensacional, muy lejos de los eternos problemas de descenso y clasificado a certámenes europeos. El futuro lucía luminoso, con aparente identificación con la comunidad local a la que se mudaba, mayor comodidad y nuevas fuentes de ingresos en el horizonte.
Sin embargo, nada salió bien. Lo que se presentó como el ascenso a una infraestructura más moderna y de altísima calidad, terminó viéndose como traición a una historia.
Boleyn Ground era incómodo, de difícil accesibilidad, no todos los asientos con buena visibilidad y espacios inadecuados para los actuales protocolos de seguridad. Como sea, el devoto hammer ahí era feliz: sus rituales de consumo, de convivencia, de lanzar burbujas a los aires, de cantos vinculados hacia sus calles, de reivindicar la cultura del East End. El Olímpico está muy cerca, mas ahí el West Ham no se encuentra a sí mismo. Con un enorme centro comercial en el acceso, en el complejo atlético más grande de la historia y frente a vivienda atípicamente costosa para esa zona de Londres, el equipo se siente exiliado.
Esta temporada era determinante para lograr reconciliarse con sus seguidores, después de un año debut muy difícil en esa cancha. Todo lo contrario, tras invertir mucho en refuerzos y cambiar de entrenador, los irons continúan con riesgo de descenso.
Por ello terminó tan mal el encuentro del fin de semana, con invasión de cancha, protestas masivas y hasta la intervención del capitán Mark Nobble para someter a un aficionado que corría por el medio campo.
No todo fue feliz en Boleyn Ground para una institución que acumula casi 40 años sin títulos y que todavía en 2012 estaba descendida, pero la melancolía hace siempre que el pasado luzca mejor.
Visitante en el estadio por el que luchó con el Tottenham, hasta ahora el West Ham ha convertido en su casa al suntuoso Olímpico; no así, en su hogar.
Twitter/albertolati
JNO