Tuvo AMLO un intercambio fuerte de preguntas y respuestas con Azucena Uresti, Carlos Marín, Héctor Aguilar Camín, Carlos Puig, Jesús Silva-Herzog y Juan Pablo Becerra-Acosta. Estuvo tranquilo, no aclaró muchas de las dudas que ha dejado en la campaña –todo este maratón ha sido una campaña, suya y de todos, al margen de eufemismos– y dejó sobre la mesa una idea sobre la educación que mejor discutir.
AMLO ha hablado reiteradamente de que ningún joven se quedará en su gobierno sin entrar a la universidad, una idea que de entrada, como le dijo Silva-Herzog, viola el principio de autonomía universitaria, y que sobre todo es, sí, inviable, como demuestra la experiencia de… el mundo entero.
Pero aun si fuera viable, no es deseable. López Obrador dijo en algún momento que, en el contexto de violencia de México, es mejor tener a los jóvenes estudiando “que en las calles”. La afirmación parece difícil de contestar. En realidad, sin embargo, esconde al mismo virus que quiere eliminar, un virus que va a manifestarse en el mediano o el largo plazo. La universidad es, en efecto, un mecanismo inmejorable de movilidad social y lucha contra la pobreza.
Recibe chicos en situaciones de marginalidad y entrega profesionales capacitados que pueden aspirar a puestos decentemente remunerados. Eso, cuando la universidad funciona como universidad. Si ningún país con una población más numerosa que la que cabe en un estadio ha garantizado la educación superior universal es porque ésta es intrínsecamente elitista. Es importante que no sea elitista en términos de dinero, evidentemente. Pero tiene que serlo en términos del conocimiento, de la aptitud. La alternativa es financiar con dineros públicos una fuente de resentimiento.
¿De qué sirve un barniz de educación, o una educación malhechota, o ideologizada, que no produzca profesionales contratables? Lo que espera a esas hipotéticas multitudes de universitarios es lo que de hecho ya enfrentan muchos estudiantes: la deserción rápida o la evidencia de que su título, en términos de salida de mercado, no sirve para nada. Frustración. Enojo.
La idea de AMLO implica, pues, una mala inversión, pero también algo peor: la posibilidad de la violencia, una consecuencia habitual del resentimiento, como muestra, de la Revolución Francesa a Hitler, a buena parte de la casta bolchevique, a los jemeres rojos, al Che, a Fidel, la historia sangrienta de la humanidad, poblada de energúmenos con mucho odio y una capita de formación profesional: la receta del fanatismo. ¿Y si le damos otra pensada?
JNO