No hace falta observar el comportamiento de los aficionados durante un partido de tenis para entender que el equilibrio caduca sin remedio.
Caduca, quizá por principio de cuentas, en ideologías políticas incapaces de debatir, todo ha de canalizar en la estridencia de dos monólogos renuentes a escuchar, sólo ansiosos por descalificar. Caduca, sí, en posturas religiosas que tienden a ser radicales en un sentido u otro, prohibido todo término medio. Caduca, inevitablemente, en cualquier opinión: los grises han muerto, viva el más total blanco, viva el más exagerado negro –atrévase alguien a colocar en redes un mensaje a favor de Cristiano Ronaldo para que se le suelte una catarata de Lionel Messi, o por un candidato a la presidencia para que se le tilde de todo, o de cualquier tema de actualidad para que se le acuse de las más graves penas cometidas por la humanidad.
Entre lo que caduca está también aquello de acudir a un espectáculo deportivo con preferencia de que gane uno, pero respetando al otro: inclinarse hacia el costado A de la cancha no tiene por qué implicar dejar de admitir ciertas virtudes en el B.
La tenista danesa Caroline Wozniaki ha externado su indignación por lo que tuvo que escuchar durante un partido del Abierto de Miami: amenazas de muerte, insultos, violencia verbal hacia ella y sus familiares ahí presentes. Su rival, la espléndida medallista olímpica Mónica Puig, reside en esa ciudad de Florida y contaba con el apoyo de numerosos aficionados latinoamericanos en el graderío, aunque sería simplista limitar a eso la razón. El verdadero motivo es este instante en el que todo vale, máxime si nos sentimos tan valientes, tan intocables, tan omnipotentes, en turba.
El tenis solía distinguirse por cierto marco de armonía que incluso le engrandecía respecto a los demás deportes: guardar silencio durante los puntos, contener el alarido, admitir los logros del contendiente ajeno, aplaudir sin importar el nombre del ganador. ¿Se futbolizó el tenis? Más bien se radicalizó, como todo o casi todo.
Tan penoso como eso, son las autoridades que han normalizado ese comportamiento. No basta con decir desde la silla central aquello de silence, please, y continuar sin importar el caso que se haga: se tiene que detener el partido y, llegado el punto, suspender. Pagarán unos por otros, pero se reforzará la noción de que algo que encierre amenazas severas, no dispone de margen de tolerancia. No porque en las redes valga todo, en las gradas se aceptará
¿Puritanismo? No: sentido común. ¿Para eso se les paga tan bien a los deportistas? No: ellos se dedican a jugar no a ser blanco de la ira social. ¿Exageración? Entonces analicemos los riesgos de que lo verbal salte a lo material, entonces discutamos sobre la violencia psicológica que es tan grave como la física.
Cuando hasta el tenis se radicaliza, es que algo va demasiado mal.
Twitter/albertolati
JNO