Un mundo en el que cada persona puede calificar y ser calificada, en una escala de una a cinco estrellas, por cada interacción social que tenga. En ese ambiente se desarrolla el primer capítulo de la tercera temporada de la exitosa serie británica Black mirror, que con varios episodios nos ha puesto a pensar en la forma en que la tecnología afecta nuestras vidas, nos lleva al límite y -en ocasiones- descubre nuestra peor faceta. La historia sigue a una mujer que vive y se desvive para obtener likes y así mantener una alta puntuación, pues eso significa mayor aceptación social, un mayor estatus, y esto se traduce en una mejor casa, un mejor auto, una mejor mesa en el restaurante, unas mejores vacaciones, en fin, una mejor vida. Una sarta de obstáculos y sucesos desafortunados provocan que la calificación de la protagonista caiga en picada y su vida se vuelve miserable.
La intención de la serie es mostrar cómo podría ser nuestro futuro. Sin embargo, el discurso que presenta es perfectamente actual. Si bien no existe una escala de puntaje para calificar nuestras vidas, sí buscamos cosechar la mayor cantidad de likes, seguidores o vistas posibles. Por cierto, hay aplicaciones como Uber que -efectivamente- califican con un número a cada usuario.
Poco a poco, pero a paso veloz, nos enrolamos en la dinámica de ser lo que publicamos y somos severamente juzgados por ello. Como parte de la política de “investigación exhaustiva”, el Gobierno de los Estados Unidos planea revisar las publicaciones en redes sociales de todos aquellos que busquen obtener una visa para visitar el país. El Departamento de Estado ha anunciado que todos los solicitantes deberán llenar un formulario con las identidades que hayan utilizado en redes hasta cinco años atrás. Además, claro está, de compartir números telefónicos, direcciones de correo electrónico, historial de viajes al extranjero y un largo etcétera. Se aducen razones de seguridad nacional, lo cual parece razonable. Sin embargo, la forma en que se han aplicado las leyes migratorias y el rostro que Donald Trump le ha mostrado al mundo en el poco más de un año que lleva viviendo en la Casa Blanca dejan pensar en los abusos que se podrían cometer al contar con tal información para caer en actos racistas o discriminatorios.
Ahora bien, ¿debemos entonces de cuidar lo que publicamos?, ¿debemos, en cierta forma, autocensurarnos?, ¿no se supone que una de las grandes virtudes de las redes sociales era darnos voz a cada uno de nosotros y tener libertad para opinar, cayendo incluso en el libertinaje y en la agresión anónima?
Es cierto, nadie nos obliga a usar redes sociales y, si buscamos privacidad absoluta, no deberíamos mostrarle al mundo qué hacemos, con quién y en dónde estamos a cada minuto. Pero también debemos de reconocer que vivimos tiempos en los que la dinámica social está regida por las plataformas digitales. Lo que nos queda es hacer un uso responsable de ellas, con límites, con directrices.
Me resisto a pensar en que, en algún momento, mi score de vida dependerá de sonreír -a veces con falsedad- a todo ser con el que tengo contacto o de intentar ser un humano modelo para alcanzar la perfección digital. Pero, ¿qué tan lejos estamos, hoy en día, de ello?
JNO