Imaginemos a un fervoroso amante de la pintura caminando por un museo. Lo suyo no es apreciar o disfrutar, sino buscar ansioso la firma en cada obra o, de no encontrarla, apurar el paso hacia la pequeña placa que especifica el nombre del autor.
Le basta con eso para decidir qué ha de ser loado y qué repudiado, para marcar la línea entre lo bueno y lo malo, para determinar si corresponde aplaudir o insultar.
Así, tal como él no va al museo para ver arte sino para reforzar sus propios prejuicios y terquedades, la mayoría se aproxima hoy al debate entre Lionel Messi y Cristiano Ronaldo: obnubilados por el fanatismo, obstinados en comparar.
Volvamos a nuestro supuesto amante de la pintura (aunque, yendo con esa actitud a la galería o pinacoteca, ha de amar todo menos la pintura). ¿Es posible imaginarlo molesto ante algo de Velázquez porque sólo vale Goya? ¿O vilipendiando un mural de Rivera, porque Siqueiros es superior? ¿O indignado porque el complot, porque el sistema, porque las fuerzas ocultas pretenden situar a Miró a la altura de Dalí? ¿O incluso maquinando equipos, los maestros flamencos nunca serán vencidos por esa sarta de surrealistas?
En eso se ha convertido el debate futbolero: en comparar lo que no es cuantificable, en denigrar lo que viste el uniforme ajeno, en encabezar cruzadas armados por las vísceras de las redes sociales.
Al tiempo, Messi y Cristiano continúan en lo suyo, que es elevarse a lo más alto en la historia de su deporte. ¿Qué tan alto? Tanto como para ir los dos en camino a la cima del listado de máximos anotadores históricos. Dependiendo qué clasificación o información atendamos, se ubican ya entre los siete o diez mayores goleadores que hayan existido –vale la pena decir, nunca antes coincidieron en tiempo (mucho menos en espacio, en la misma liga) dos de esos titanes capaces de celebrar más de 600 goles oficiales.
Si mantuvieran este ritmo por otros cuatro años (cerca de 50 goles por temporada), la cumbre será suya: por encima de Pelé y Puskas, de Müller y Romario, incluso de esos dos portentos a los que se adeuda demasiado reconocimiento, como Arthur Friedenreich (mulato brasileño que para jugar debía aclararse la tez del rostro con polvos de arroz) y Josef Bican (el austríaco de ascendencia checoslovaca que se negó primero a jugar para la selección nazi y luego para todo equipo manipulado por el aparato comunista).
Ante ellos se miden ya los respectivos cracks de Madrid y Barcelona, a los que se les desbordan las anotaciones como a nadie en épocas contemporáneas en las ligas más poderosas. Claro que por mucho que lleguen a mil goles, se hallará razón para desdeñarlos y aminorar sus logros.
La primera razón, una venda en los ojos bajo pretexto de pasión. Esa venda que el falso amante de la pintura usa para ir al museo y sólo se quita para confirmar el nombre del autor: la calidad dictada por la firma, no por la obra.
Twitter/albertolati
JNO