“Mi gladiador bajó su escudo y recibió sus alas a las 2:30. Absolutamente desconsolado. Te amo, mi niño”. Éste es el mensaje con el que el padre del bebé británico Alfie Evans dio a conocer, a través de redes sociales, la muerte de su hijo, de poco menos de dos años. Pero más allá del triste deceso, el caso —y la batalla legal que lo acompañó— generó un debate internacional sobre los límites de la tutela y la voluntad de los padres sobre la vida de sus hijos.
En diciembre de 2016, Alfie fue ingresado al hospital Alder Hey, Liverpool, Inglaterra, su ciudad natal, debido a una serie de convulsiones. Después de profundos estudios, los médicos le diagnosticaron una enfermedad neurológica degenerativa, terminal, sumamente extraña, y que en realidad no lograron identificar plenamente. De manera eventual, el niño cayó en un estado semivegetativo del que nunca salió.
Fue en ese momento cuando comenzó la discrepancia entre los papás de Alfie y los médicos que lo trataban. Sus padres notaban en él una leve mejoría y presentaba esporádicos movimientos. Además, si la enfermedad no estaba totalmente identificada, alguna esperanza podría caber. Sin embargo, los especialistas aseguraban que había una “degradación del tejido cerebral” y que ésta avanzaba, por lo que sería inútil —y hasta cruel e inhumano— mantenerlo conectado a un respirador. Los padres se negaron y solicitaron su traslado a Italia, en donde habían ofrecido continuar con el tratamiento.
La diferencia escaló hasta convertirse, primero, en un debate público acerca de qué puede suceder si los familiares de un niño y los médicos que lo atienden están en desacuerdo, y luego en una disputa judicial. La ley británica otorga a los padres el derecho a decidir lo que debe ocurrir con su hijo y hasta a negarse a recibir tratamiento alguno. Pero éste no es un derecho absoluto. Si alguna instancia considera que el interés o el bienestar del niño está siendo vulnerado, puede apelar ante la justicia.
Y fue lo que hicieron los médicos, y el tribunal les dio la razón. Alfie debía ser desconectado, y no podría ser trasladado al extranjero. Finalmente, se trataba de un ciudadano británico en territorio británico. Su padre seguía asegurando ante los medios de comunicación que creía que su hijo respondía a los estímulos y mejoraba, pero los representantes del hospital atribuían esta impresión al amor paternal, y explicaba que cualquier movimiento era un reflejo o una convulsión espontánea.
Los padres de Alfie decidieron ir más allá y apelaron ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero éste no admitió el recurso. Los caminos se agotaron. Hace un semana, el bebé fue retirado del soporte vital y, para sorpresa de muchos, siguió respirando por sí mismo durante horas, incluso días. Ante esto, miles de voces se alzaron para pedir que le brindarán apoyo mediante un respirador artificial, pero esto no sucedió. Finalmente, Alfie ”bajó su escudo y recibió sus alas”.
¿Se debió respetar la decisión de los padres? Partiendo de la ciencia y del conocimiento médico, ¿no deben ser ellos quienes tomen, entonces, la decisión absoluta?, ¿se hizo todo lo que se pudo?, ¿se trata, como dicen algunos representantes conservadores, de una “eutanasia encubierta?, ¿se debió permitir que Alfie recibiera atención en otro país?, ¿Alfie sufría? son preguntas que forman parte del extenso y complejo debate que el caso ha generado. Sin duda, el principio del “mejor interés” es fundamental en situaciones médicas de este tipo, pero ¿quién determina cuál es el mejor interés y cómo lo hace? Un caso que nos lleva a reflexionar.