El México del pasado recargaba sus gastos en la renta petrolera. En los años 80, la producción de hidrocarburos aportaba 18% del valor del Producto Interno Bruto. Hoy no aporta más allá de 5%.
Hace 40 años era fácil echarse para atrás en la silla del populismo y vivir del petróleo, acostumbrar a la sociedad a recibir dádivas a cambio de sostenerlos en el poder político. Petróleo caro, producción abundante, una población de 60 millones de personas. Un margen para el dispendio.
Aquel México ponía condiciones en el mercado petrolero, se beneficiaba de los boicots árabes a los estadounidenses.
Ese país se equivocó al confundir el éxito económico de un producto con la omnipotencia de un gobierno que quiso ser empresario.
El populismo de ese viejo México monopolizó, desbarrancó a la competencia privada, persiguió empresarios, cerró las fronteras, expropió y quebró.
Y la verdad es que la historia mostró que ese México estatista, populista, intervencionista se equivocó rotundamente.
Eso hoy no existe, la producción petrolera está a la mitad de sus máximos históricos, el precio también y la población del país son del doble de aquellos años gloriosos del populismo irresponsable que nos convocaba a administrar la abundancia.
Las crisis provocadas por aquellos gobiernos irresponsables derivaron en crisis que echaron al país varias décadas para atrás, pero forzaron cambios profundos en el diseño económico de México.
La despetrolización de la economía se logró virtuosamente con el retiro de las barreras para la competencia. La apertura comercial, la simplificación. Todo eso que le dio forma a la economía que hoy conocemos.
Las viudas de ese viejo populismo estatista encontraron en la descalificación de los promotores de una economía abierta la manera de mantener vivo un sueño, que es más bien una pesadilla, de regresar a esos tiempos del estatismo fracasado.
Han sido altamente exitosos en generar un encono social profundo, en provocar enojo que raya en el odio, que puede resultar incontrolable incluso para sus promotores.
Los empresarios no pueden ser vistos como los enemigos de México, como los causantes de muchos lastres que mantenemos en este país como la corrupción.
Ese afán de querer despejar el camino para volver al modelo fracasado de un Estado intervencionista no puede pasar por atacar a las personas que arriesgan sus recursos para hacer empresa, empresas de todos tamaños.
Polarizar más a la clientela enojada tiene un riesgo enorme porque puede volcarse en contra de los delincuentes de cuello blanco, como llama López Obrador a los hombres de negocios.
Vender una política de desprecio al sector empresarial corre en contra de las inversiones y anticipa medidas contrarias al interés de la libre competencia.
Y todo en un país que ya no tiene el soporte de la industria petrolera como financiador de las calenturas populistas que ya padecimos en el pasado. Y no porque se haya privatizado, sino porque el planeta entero cambió.
Y si antes Estados Unidos dependía de México para surtirse de petróleo, hoy son además de autosuficientes, exportadores de petróleo. No hay margen para esas calenturas.