Tenebrosas películas de autor para entender la miseria humana conviven con el derroche de glamour en las alfombras rojas recargadas de alhajas fastuosas y vestidos de impacto con vertiginosos escotes. Decenas de yates privados de un lujo insolente anclan en la mundialmente célebre bahía de Cannes frente a los hoteles tan hiperexclusivos como el Carlton o el Martínez -ahí se alojan las glorias más aduladas del séptimo arte-, pero sobre todo frente a la envidia de los llamados simples mirones.
En medio aparece el legendario Palacio de Festivales. En el sótano del edificio, miles de profesionales del cine compran y venden derechos de difusión, consiguen socios para futuras coproducciones, hacen relaciones públicas. El business del celuloide se mueve con frenesí. Arriba una veintena de cintas de los cuatro puntos del globo, cuidadosamente seleccionadas por el director del certamen Thierry Frémaux, compiten por la codiciada Palma de Oro, el máximo reconocimiento del festival de cine más importante y prestigioso a nivel internacional.
Cada mes de mayo desde 1946 el espectáculo se repite en el exclusivo balneario de la Costa Azul que durante 12 días pasa a tener 250 mil habitantes de los 70 mil que normalmente ahí residen.
En los 71 años de existencia, el festival ha estado salpicado de escándalos y polémicas. Sin ellos, Cannes dejaría de ser Cannes.
En esta edición todo gira en torno al pleito con Netflix. Ya el año pasado la dirección del festival anunció que para ir a Sección Oficial a concurso habría que pasar por las salas comerciales. La amenaza se cumplió. Las producciones únicamente disponibles en la plataforma de videos estadounidense no están en liza por la Palma de Oro. La primera víctima del nuevo reglamento es, sin duda, Roma, la más reciente cinta del gran mexicano oscarizado con Gravity, Alfonso Cuarón. Hay otros grandes dolores para el certamen: la ausencia de Norway, de Paul Greengrass, y de la obra inacabada de Orson Welles.
Otro asunto controvertido, estrella de las pláticas más ligeras, tiene que ver con la prohibición de las selfies en la alfombra roja. Suena lógico, hay que preservar la elegancia de la marca Cannes, aunque sufran los narcisistas.
De la grotesca polémica de los celulares se mantienen lejos, muy lejos dos grandes cineastas que este año concursan por la Palma de Oro: el iraní Jafar Panahi y el ruso Kirill Serebrennikov. Ambos viven bajo arresto domiciliario en sus respectivos países y no podrán subir los 24 escalones del Palacio de Festivales en Cannes, la bella ciudad mediterránea que gana durante la llamada feria de las vanidades y las controversias más de 200 millones de dólares.