Tan generosa tierra, bañada por el amplísimo río Dniéper, estratégicamente abierta tanto al mar Negro como al delta del Danubio que atraviesa Europa, parada sobre todo tipo de recursos naturales, también ha sido un problema ancestral para los ucranianos.

Tanto que, salvo por breves y muy relativos momentos, Ucrania sólo fue independiente tras la disolución de la Unión Soviética.

Caminar por la capital Kiev es hacerlo por pesares, por dolores, por vacíos inenarrables, por sangre sobre sangre. Al decir guerra, aquí hace falta aclarar a cuál nos referimos, aunque por convulsa que sea la actualidad (la entrada rusa en el oriente ucraniano y Crimea), las heridas de la Segunda Guerra Mundial son las que nunca hallarán armoniosa cicatriz.

Toda casa, toda familia en Ucrania, sin excepción, pueden referir alguna pérdida o muchas a lo largo de ese conflicto: no menos de siete millones de ucranianos fallecieron, con numerosas localidades incendiadas (Kiev, por ejemplo, ardió en todo su casco central dos veces) y un equilibrio demográfico roto -añadir que, poco antes, a inicios de los treinta, una hambruna había quitado la vida a entre 1.5 y 3 millones de personas; hambruna que algunos académicos consideran orquestada desde el mismísimo Stalin, deseoso de diezmar esta población y sus afanes anti-rusos.

Por todo ello, el museo de la Segunda Guerra Mundial resulta imperdible en Kiev. Bajo el imponente monumento de la Madre Patria, con sus más de cien metros de alto, un recorrido que pasa por el sufrimiento, por la resistencia, por los campos de concentración y el exterminio en el barranco de Babi Yar, por la forma de finalmente repeler al invasor nazi, por la complicada entrada por el río Dniéper, cerrando con una sala que nos deja sin palabras: a un lado, fotografías de viudas de la guerra; frente a ellas, imágenes de soldados perecidos; entre los dos, las tétricas notificaciones de muerte en batalla de algún familiar y un reguero de vasos vacíos; arriba, pájaros hechos con uniformes militares y manteles tradicionales ucranianos, con la insistencia de que las aves en esta cultura son vistas como vehículos del alma: acaso así, el reencuentro en otro mundo de quienes tan pronto y con tanta tragedia se despidieron en éste.

A la entrada del museo, una exposición que los ucranianos desean resulte temporal, aunque tiende a ser duradera: de la reciente intervención rusa en el oriente ucraniano, con la consecuente declaración de independencia de las regiones de Donetsk y Luhansk, con la anexión de Crimea.

La geopolítica otra vez ha convertido a los ucranianos en una de sus canicas favoritas: fue cuestión de que Rusia percibiera que su vecino tendía a acercarse a Europa occidental, a Estados Unidos, incluso a la OTAN, para que desde el Kremlin moviera mano.

Nada nuevo: desde que Catalina La Grande ganó Crimea 250 años atrás, los intereses rusos tienen a ese puerto como prioridad.

Twitter/albertolati

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