Extraños puentes, empecinados en levantarse en donde menos se les espera, en donde ni siquiera se pensó que hubiera perspectiva de cruce o intercambio.

Desde tiempos ancestrales, Bélgica ha sido una nación más consciente de lo que le divide que de lo que le une. Matrimonio a ratos por conveniencia, a otros más bajo fastidio y protesta, vio pasar los siglos siendo dos que apenas se dirigen una mirada, que hacen poco por comunicarse como lo sería un mínimo esfuerzo por comprender la lengua del otro.

Su selección de alguna extraña manera funcionaba. Digo extraña, porque en las conferencias de prensa se parte en dos: un jugador francoparlante para atender a los medios valones, uno de habla flamenca para los de Flandes. Eso a sabiendas de que, por ejemplo, Thomas Vermaelen no entiende francés ni Eden Hazard flamenco, lo mismo que la audiencia de un lado de Bélgica sólo se desenvuelve en uno de los idiomas y la otra a la inversa. ¿Y en la cancha, en el vestuario, en el entrenamiento? Ya ven cómo subsisten: si con señas, en inglés o con mero balón…, hasta que vuelven las acusaciones contra el seleccionador en turno: por llamar a más de una mitad que de la otra, por presuntamente ceder a las presiones políticas para balancear la alineación inicial y contribuir a tan frágil cohabitación (“No lo entiendo, ¿hay una guerra en Bélgica?”, clamaba harto el DT Marc Wilmots durante Brasil 2014).

Eso cambió con quienes, por desarrollarse en lo más bajo de la sociedad y no tener la integración como opción, debieron dominar las dos lenguas: los descendientes de inmigrantes del Congo. Los padres de Vincent Kompany y Romelu Lukaku llegaron de esa colonia mutilada y triturada por la bestialidad del rey Leopoldo II en el siglo XIX, por su monstruosidad ante las cuotas de recolección de caucho. Al respecto, no hay mejor resumen que una frase de Joseph Conrad en “El corazón de las tinieblas”: “Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas”.

De ese mundo sin entrañas, de las generaciones de ese infierno derivadas, ha brotado el puente que hoy une a esas dos Bélgicas y procura ponerles pegamento. Antes del cotejo debut de este lunes, el sensacional goleador Lukaku, explicaba: “Inicio un enunciado en francés y lo termino en flamenco. Y le añado palabras en español, portugués o lingala, dependiendo del sitio en el que esté. Soy belga, todos somos belgas. Eso hace a este país cool, ¿no?”.

Si Bélgica no se separó antes, cada vez parece menos factible que lo haga. Condenadas sus dos facciones a envejecer juntas, mejor harán en escuchar a Lukaku y asumir sus diferencias no como monserga, sino con fascinación.

Tenía que venir un futbolista criado en lo más marginal de su población (a ratos incluso en el barrio de Molenbeek, estigmatizado como cuna del jihadismo y terrorismo de Europa Occidental), para darle una lección que ningún académico o antropólogo ha logrado: cómo ser una y dos, cómo vivir con respeto su diversidad.

Twitter/albertolati

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