Hay algo bélico en el mundo del balón, también en el sentido literal. Nos lo demostró de forma asombrosa el legendario reportero polaco Ryszard Kapuscinski en su libro La guerra del futbol, un testimonio de varios días de choques fronterizos entre Honduras y El Salvador, desencadenados en 1969 por dos partidos de balompié que enfrentaron estos países centroamericanos buscando clasificarse para la Copa del Mundo México 1970.
Hoy los encuentros futbolísticos internacionales, sustitutos de batallas de antaño, permiten vivir intensamente las emociones que acompañan la rivalidad entre las naciones, pero sin la necesidad de derramar sangre, si bien a veces la fiebre por el balompié puede llevar a la violencia real. Escuchemos el lenguaje de los comentaristas deportivos. Palabras como “sniper”, “ataque masivo”, “contraofensiva”, “bombardeo contra la portería” se incrustaron firmemente en el vocabulario de las narraciones que parecen reportes de la primera línea del frente. Resulta fácil comparar una Selección Nacional de futbol con una unidad de élite del ejército patrio.
Porque los Mundiales de futbol, más que cualquier otro evento internacional, son un escenario ideal para poner a prueba nuestra identidad nacional. Cada cuatro años se vale llorar al entonar el himno de nuestro país, conmoverse viendo en las tribunas de los estadios y a nuestro alrededor a miles de personas que llevan la misma camiseta, sentir un inmenso orgullo de pertenecer a una comunidad soldada por el amor a la patria, al himno, al escudo. En estos días en casi todos los países participantes en la justa mundialista de Rusia, las pasiones patrióticas están al rojo vivo. Al rojo vivo está también la Plaza Roja de Moscú. No cabe duda de que el futbol nació para promover la afinidad nacional.
Los 11 hombres fantásticos de cada equipo, los héroes modernos que simbolizan a su pueblo en la cancha (que podría ser trinchera) reciben muestras de devoción cada vez que ganan. En los festejos del triunfo se borra todo tipo de divisiones entre las categorías sociales. Gritamos colectivamente, nos abrazamos y nos emborrachamos sin conocernos, porque nada fusiona tanto como un rival común. Hay partidos con una enorme simbología histórica, por ejemplo: “Alemania–Inglaterra” o “Francia-Argelia”, ahí parece entrar en juego todo, menos el deporte.
De alguna manera es fascinante ver cómo este Mundial nos rompe la rutina cotidiana a modo de tregua. Casi, casi es Navidad, tiempo de amor, reconciliación y celebraciones. ¡Qué siga la fiesta! ¡Y viva Chicharito!
Y no hagamos caso a los enemigos de este fabuloso espectáculo de masas reticentes a aceptar que miles de millones de seres humanos de todos los continentes interrumpan sus actividades diarias para mirar cómo unos cuantos multimillonarios corren detrás de un balón.