De las ciudades rusas rebautizadas durante el periodo soviético, acaso la que menos razones tuvo para cambiar de vuelta su nombre al caer la URSS, fue Nizhni Novgorod: por no haber sido llamada como un líder de la revolución, por no vincularse esa denominación a algún episodio traumático o trágico, por haber portado con orgullo el pseudónimo del más célebre de sus hijos, el escritor Maxim Gorki; incluso y si cabe, extraña circunstancia, porque ahí le tocaría jugar el más amargo de sus partidos a Lionel Messi: amargo, traducción de Gorki, como fue conocida Nizhni durante largas décadas.
Si en el mapa ruso aparecen localidades formalmente registradas como la roja o la blanca, la vieja o la imponente, incluso la temible (ésta última, Grozni, capital de Chechenia, tal como el apodo en ruso del zar Iván IV), en ese punto del río Volga estuvo señalizado el acceso y salida a Amarga.
Amargura e injusticia, porque de pronto Messi se descubrió obligado a demostrar en una sola noche, en escasos noventa minutos, su dimensión histórica: como si nunca antes hubiera hecho nada, como si fuera un mero novato urgido de aprobación para iniciar carrera, como si sus incontables jornadas de preciosismo no hubiesen existido, como si muy poco en trece años de carrera nos hubiera obsequiado. Lo dicho antes aquí en relación con él: un Sísifo obligado, como el del mito griego, a subir cada día a la cima una roca, sólo para descubrir al amanecer que la roca ha rodado y, de ceros, debe volver a empujar.
Messi no ha caído víctima de poco carácter -como de pronto está tan en boga insistir-, tampoco de nostalgia -como siempre se ha asegurado-, sino producto de una aguda depresión. Deprimido no por el desarraigo del niño que cambió Rosario por Cataluña y tampoco por la exigencia de la copa como confirmación de su argentinidad. Deprimido en su soledad: porque esto no deja de ser un deporte colectivo, porque la federación argentina (la AFA) es un desastre politizado, porque el cuatrienio de la albiceleste ha ido mudando de entrenador con una frecuencia propia de alguna pequeña y bananera isla, porque sus compañeros han pasado de jugar a su alrededor, a dársela y orar hincados a ver si el diez hace un milagro. ¿Que Maradona ganó un Mundial solo? Noción exagerada: Diego estaba respaldado por diez caudillos, no tan doctos con la pelota; Messi se acompaña por diez almas en pena, renuentes a asumir responsabilidad alguna.
Sucede que de tanto tener que serlo todo, esta vez Messi no ha sabido por dónde empezar y ha terminado por no hacer nada: ni circulación, ni creación, ni liderazgo, ni velocidad, ni regate, ni asistencia, ni gol.
El Mundial argentino pudo haber terminado tan pronto. La historia de Messi con ese uniforme quizá también. Tenía que ser en la vieja Gorki. Tenía que ser donde Maxim escribió “Los bajos fondos”: más bajo para ese representativo, imposible. Tan bajo como para arrastrar al que todavía tiene argumentos para ser visto como el mejor que jamás haya pateado una pelota.
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