Éste, uno de los mayores caos políticos que haya vivido el deporte, no comenzó el viernes cuando Serbia y Suiza se enfrentaron en Rusia 2018: el caos venía servido desde mucho antes, cuando el futbol se convirtió en el arma no bélica más recurrida en las guerras balcánicas.

Incidente tan político como cuando en el Mundial 1982 en un Polonia-URSS ondearon mantas de Solidarnosc (la agrupación de Lech Walesa, proscrita en aquel momento), o cuando soviéticos y yugoslavos convirtieron su duelo en Chile 62 en la violenta batalla entre dos naciones comunistas en disputa, o cuando los holandeses se propusieron humillar a los alemanes en la final de 1974 pensando en cuánto habían sufrido durante la ocupación nazi, o cuando en 1986 los argentinos vieron en el rival inglés a la representación de su enemigo en Malvinas, o cuando en los setenta la FIFA admitió una Selección sudafricana sólo blanca, o cuando en 1930 la selección yugoslava fue boicoteada por los croatas: siempre, siempre, siempre los Balcanes.

Episodio del viernes que, vaya ironía, quiso el destino que se jugara en Kaliningrado: esa vieja ciudad teutona de Königsberg, cuna del filósofo Kant, tomada por los soviéticos tras la Segunda Guerra Mundial y rebautizada con el apellido de un líder de la Revolución Bolchevique; donde interminables filas germanas huían cargando lo que les cabía en las manos; donde cada iglesia luterana se convirtió de la noche a la mañana en cristiana ortodoxa; donde el ruso llegó como idioma para quedarse: pedazo de tierra que sabe de expulsiones, de tensiones étnicas y eterno revanchismo, de desplazados y refugiados…, como Kósovo, como numerosos lugares balcánicos.

Antes del partido en Kaliningrado, el ministro serbio de Exteriores había calificado la victoria en el debut sobre Costa Rica como un acto de venganza, recordando que el gobierno tico fue de los primeros en reconocer la independencia de Kósovo; noche en la que se exhibieron en las gradas retratos de Ratko Mladic, condenado por crímenes de lesa humanidad. A eso siguieron dos cantos de los aficionados serbios, respaldados por miles de gargantas rusas que apoyan su causa: “¡Kósovo es Serbia!” y “¡Rusia! ¡Serbia! ¡Hermandad!” -a todo esto, la última vez que Vladimir Putin estuvo en Belgrado, acudió al Estadio Marakana y fue coreado como pocas veces se ha visto con un jefe de Estado; el mismo Putin que desde 2016 da nombre a una localidad serbia, Putinovo.

Mucho antes, también, ha sido común que cuando se enfrentan equipos serbios con albaneses, algo vaya mal. Sucedió en 2017, cuando en la Europa League un club albano fue recibido con alusiones a la batalla de Kósovo de 700 años atrás entre cristianos y musulmanes; sucedió en 2014, en el clasificatorio para la Eurocopa, cuando una insignia de la Gran Albania (que incluye territorios serbios) bajó a la cancha en un dron y propició una batalla campal; ese día, pelearon por quedarse la bandera el delantero serbio Alexander Mitrovic y el albanés Taulant Xhaka. El mismo Mitrovic que declaraba a horas del cotejo frente a Suiza: “Levantan esos colores, pero luego se niegan a jugar para ese país, eso dice mucho de ellos”. Al tiempo, Granit Xhaka, hermano de Taulant e hijo de un independentista kosovar que estuvo preso, haría el primer gol suizo y celebraría con el gesto del águila albanesa. A eso se añadiría el segundo tanto, de Xherdan Shaqiri, cuyos zapatos pretendió prohibir la federación serbia, por mostrar la bandera de Kósovo. O Valon Behrami, con tatuajes alusivos a la patria kosovar.

En medio de tanta rispidez, y con el presidente de Kósovo declarando, “¡Orgullosos de ustedes, Kósovo los ama!”, desde el campamento de Croacia llegaba una grabación en los festejos tras vencer a Argentina: el defensa Dejan Lovren cantando un estribillo asociado con los Ustashas, el grupo extremista tanto en la Segunda Guerra Mundial como en la confrontación de los noventa.

Los Balcanes, donde todavía es imposible el futbol, como todo lo demás, sin política.

Twitter/albertolati

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