Por unos minutos, el electrocardiograma albiceleste aceleró sus sonidos.
La emergencia era mayúscula, se probaba con la más amplia gama de primeros auxilios y todo resultaba inútil, uno a uno sus órganos se atrofiaban y la hemorragia incrementaba: el paciente, con una raída camisa que acaso en tiempos mejores mostró rayas azules y blancas, se había dejado ir, ya no reaccionaba, incluso se le vio poner rostro resignadamente angelical.
Justo cuando se hizo traer un sacerdote a la prisa y a la fuerza desde algún islote polaco en el mar Báltico, justo cuando terminaba la extremaunción, todos en la sala saltaron espantados: con rostro de haber vuelto del más allá, Argentina respiraba soltando gemidos estentóreos.
Como suele ser en esos casos, lo primero que sucedió fue la algarabía, abrazos comunales y arrebatadas plegarias, ese dulce llanto que va acompañado por una sonrisa de gratitud, inclusive la exclamación de los que menos creyeron de que siempre confiaron en que aún había más vida.
Lo segundo, una vez que se supo que el enfermo ya respiraba con aparente normalidad y esperaba su alta, fue la incertidumbre. ¿Para qué ha vivido esa selección? ¿Para prorrogar su sufrimiento en esta Copa del Mundo, para alargar su agonía? ¿O para tomar esa nueva oportunidad y consumar todo lo que no fue capaz en la anterior?
Nunca mejor dicho, una vida antes, en los primeros minutos del partido, Argentina había considerado garantizada su supervivencia. Un tempranero gol de Lionel Messi así lo presagiaba.
Tanto se había debatido por días, por semanas, por meses, en si supuraba lo físico o lo metafísico, en si la crisis era estratégica o psicodélica, en si fallaba lo teórico o lo práctico, en si se caía por lo real o por lo mental, para encontrar de súbito la respuesta a buena parte de los problemas: darle la pelota a Lionel Messi en condiciones no tan incómodas como forma de confiar en la divina procedencia.
Sentido común, pudo pensarse mientras su número diez recibía magnéticamente el balón con un muslo, lo seducía y, ya domesticado, lo volvía a mover en el aire para propiciar su remate. No es exagerado decir que en esa acción, Leo asistió al asistente y luego al goleador.
Sin embargo, las noches blancas de San Petersburgo quitan utilidad al amanecer y el sol de esa bandera tendía a ya no salir. Con muy poco Nigeria le lastimaba, le ponía contra las cuerdas, y de su otrora dominio de los partidos, de los tiempos, de las emociones, del aplomo, del balón, sólo quedaron histéricos reclamos de saques de banda, cuidar los centavos una vez dilapidados tantos millones.
Así llegamos a lo que parecía el final de todo: de una generación, de Messi conquistando algo con su país, de un futbol que con vergüenza ha descubierto su desnudez de talento. En ráfaga escalaron los sustos: el videoarbitraje perdonaba, Nigeria fallaba, Di María se escondía, e Higuaín…, Higuaín era Higuaín.
Fue precisamente cuando el cirujano espetó solemne que lo mejor era cortar el respirador artificial, cuando la moribunda Argentina resucitó.
Como para confirmar que vio una intensísima luz e imágenes en las que se yuxtaponían Stábile, Marzolini, Di Stéfano, Sívori, Corbatta, Labruna, Ratín, Passarella, Kempes, Maradona, Caniggia, Batistuta, las palabras de Lionel Messi admitían el milagro: “Dios está con nosotros y no nos iba a dejar fuera”.
Sólo así es comprensible, explicó el sacerdote de vuelta en su isla polaca en el Báltico, un tanto molesto porque, durante su ausencia, el vino se había avinagrado.
Twitter/albertolati