En los últimos meses hemos sido testigos de una encarnizada lucha entre los candidatos a ocupar puestos en los poderes ejecutivo y legislativo, en distintos ámbitos de gobierno. El predominio de la descalificación, el insulto, la condescendencia, la arrogancia y la insolencia no necesita pruebas.
Las ofensas vienen y van, con independencia de si provienen de hechos verificables o de las llamadas fake news. Parece que al ciudadano común, sobre todo a quienes ya han definido su candidato, no interesa tanto la veracidad de las imputaciones, como la oportunidad de asestar un golpe al adversario. Más delicado aún es que esta forma de actuar es también habitual en los propios postulantes a los distintos cargos, al grado que no deja de llamar la atención tener que recurrir, después de cada aseveración de su parte, a las plataformas que nos permiten verificar la veracidad de sus dichos.
Constantemente somos testigos de estos “dimes y diretes”, que conocemos a través de los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales y mensajes de texto, con el común denominador de que la mayoría carece de un contenido lo suficientemente documentado que nos permita estudiar a detalle la conveniencia de apostar por uno u otro candidato.
Pienso que una de las causas de esta circunstancia es que vivimos en una época dominada por un individualismo exacerbado, en que el ascenso del “yo” es cada vez más notorio y esto ha sido aprovechado con mucho éxito por la lógica consumista en la que convergen muchos actores.
Una etapa histórica en la que muchas veces lo que “vende” es aquello que logra llegar al sub-consciente de las personas, con independencia de su sustentabilidad racional. Una época en la que se apela a las emociones, por irracional que esto pueda resultar. Hoy en día es común, por ejemplo, que uno u otro candidato nos presenten propuestas vagas, en las que se presentan más qués que cómos, dirigidas a ganar nuestros sentimientos, más que a convencernos por la vía de la razón.
Tengo la impresión de que muchas veces, lejos de preocuparnos y ocuparnos en las cuestiones esenciales, como entender la realidad de las situaciones concretas, fundamentamos la toma de decisiones, e incluso el estilo de vida que adoptamos, en las emociones y en el ejercicio irresponsable y hasta irracional de la libertad.
Asombra el desdén con que en la actualidad se desprecian muchas veces las actitudes sinceras. Aquellas que requieren de un esfuerzo continuo y constante por practicar la veracidad, la búsqueda del autoconocimiento y el libre ejercicio de la libertad, con responsabilidad.
Esta cultura narcisista encuentra salida de distintas maneras, pero especialmente a través de las redes sociales. Basta con navegar unos minutos en Twitter o Facebook para encontrarnos con múltiples personajes que detentan “personalidades” muchas veces ficticias que, sin ton ni son, se erigen en especialistas de todos los temas, incluidos, por supuesto, los de carácter político.
El libre mercado y el individualismo llevado a sus últimas consecuencias han derivado en la tergiversación e, incluso, abandono de parámetros que sirvan de guía para la adopción de definiciones en uno u otro sentido, en aquellos casos en que se nos presentan disyuntivas para la toma de decisiones. Parámetros tan simples como lo bueno y lo malo, lo que tiene o no calidad.
Las cosas ya no se desean porque sean buenas, sino que son buenas porque se les desea. Las cosas ya no son buenas por estar bien hechas, sino que se consideran “buenas” por el simple hecho de estar de moda o porque están sustentadas en un buen marketing o en un importante número de likes en las redes sociales. El hombre y la mujer de hoy ya no adquieren bienes por necesidad real, sino que “se crean” necesidades. Para la toma de decisiones ya no se apela a la razón, sino a las emociones. Basta con darse una vuelta cualquier fin de semana, a cualquier centro comercial, para constatar esta peculiar situación.
La lógica del consumo nos ha orillado a dos graves enfermedades que afectan de manera importante a nuestra sociedad. Por una parte, a la “ilusión de la necesidad” o, dicho de otra manera, a “crearnos necesidades” o “remedios” muchas veces apósitos y, por otra parte, a que llevemos una vida pleonéctica (o pleonéxica), aquella enfermedad que Platón describiría como la búsqueda insaciable del deseo.
Enfermedades que encuentran su causa primera en el siglo XX, cuando en pleno apogeo de la sociedad industrial, Edward Bernays, sobrino del célebre neurólogo Sigmund Freud, encontró el modo de manejar y modificar la forma de pensar y sentir de las masas, basándose en las teorías del psicoanálisis de su tío, que apelaban a las “fuerzas irracionales escondidas dentro de los seres humanos”.
Bernays decidió analizar las mentes de las clases populares llevando a cabo un experimento sobre las mujeres que fumaban en público, que en esa época era considerado como tabú. George Hill, presidente de la American Tabacco Corporation, pidió a Bernays romper con el tabú. El reto era desafiar el simbolismo que representaba ese monopolio reflejo del poder sexual masculino.
El padre de las Relaciones Públicas, como ha sido llamado Bernays, llevó a cabo un experimento en un desfile de Pascua, donde un grupo de mujeres quienes, bajo el slogan “Antorchas de libertad”, llevaban cigarrillos que debían encender de modo ostentoso, en señal de protesta, frente a miembros de la prensa previamente convocados. El experimento fue todo un éxito en el manejo de las emociones irracionales. Las ventas de cigarrillos aumentaron significativamente pero, además, se instauró en las mujeres la idea de que fumar las hacía poderosas e independientes.
Estos experimentos han sido replicados con igual éxito en el mundo de la política. Bill Clinton y Tony Blair, de la mano de publirrelacionistas como George Stephanopoulos, James Carville y Philip Gould, son algunos de muchos actores políticos que se han visto beneficiados de estas estrategias de control de la psique en masas, principalmente a través de los llamados focus groups, en los que se pregunta a votantes indecisos lo que esperan de su próximo mandatario y a partir de esos deseos se generan las propuestas de campaña, por irracionales que pudieran parecer.
Muchas veces cuando en la televisión o por la calle me encuentro con algún promocional político o comercial en el que se apela al sub-consciente irracional, me pregunto qué pensarán quienes están detrás de estas campañas. Si con displicencia reirán de la facilidad con que puede manipularse a las masas. Me da la impresión de que en el fondo piensan que actuamos como tontos y tristemente me parece que muchas veces aciertan, pues, según el diccionario, “tonto” es quien actúa con falta de entendimiento o de razón.
Twitter @fbautistaj
El autor es Secretario General del Campus México de la UP