El mundo se irá de Rusia pensando que ha conocido Rusia.
Por algo se empieza, ya es ganancia que muchos logren sacarse de la mente tantos estereotipos que, incluso, anteceden a la Unión Soviética y la paranoia de la Guerra Fría: aquellos del ruso que vive enojado y con intenciones ocultas, buscando forma de abusar del prójimo, sin escrúpulos para prostituir a sus seres cercanos, implicado en extrañas tramas de política internacional al servicio del Kremlin, sin respeto como no sea por su bolsillo y su patria, sin tregua hasta marchitar toda vida más allá de sus fronteras y sus ideas.
Cuando en 2017 terminaba de delinear el proyecto televisivo Latitud Rusia, mi prioridad era presentar a esta cultura sin contaminaciones ni etiquetas: sus escritores y cineastas, sus episodios históricos y hábitos más esenciales, su idioma y tradición, lo más profundo y lo más banal. Sin embargo, a pocas horas del debut al aire del primer capítulo, entendí que el cuadro quedaba incompleto: imposible referirnos a lo que es Rusia sin dejar de remitirnos a lo que la cultura popular de Occidente ha insistido que es, el prejuicio, la suspicacia, la descalificación.
Villanos de todo tipo en películas, series televisivas, literatura de espionaje, dibujos animados, canciones. De James Bond e Indiana Jones a Rocky y Rambo, del presidente ruso que besa a la Primera Dama en House of Cards a la pareja de espías en The Americans, del Dr. Strangelove de Kubrick al Boris The Blade de Guy Ritchie (este último, “tan torcido como la hoz soviética y tan duro como el martillo que la cruza”).
El malévolo, el desalmado, el de obscuros propósitos, ha de venir de Rusia; si es hombre, en presentación sucia, malhablada e histérica; si es mujer, con cuerpo y rostro de escándalo, dispuestos para engatusar al noble protagonista de la obra. Contenidos tan renuentes a mostrar la verdadera Rusia, que de 22 villanos rusos o soviéticos que presenté, apenas uno era protagonizado por un intérprete de este país.
Entender hoy a Rusia es también entender cómo se le ha proyectado y la molestia que eso supone para sus habitantes. “Piensan que vivimos entre osos, todos construyendo una bomba, los soviéticos que hablan como malos”, me han dicho, cual coreando un estribillo, personas de diversas regiones del país y de las más variadas procedencias sociales: de Lena Katina del dueto t.A.T.u., a académicos y gente que malvive en zonas rurales.
Podríamos hablar mucho tiempo sobre las razones para esas etiquetas: si el eterno temor a un país absurdamente inmenso en su extensión (¡hacer frontera lo mismo con Polonia que con Alaska!), si la añeja obsesión Occidental en que Rusia se integre de lleno a su orden en democracia, libre mercado, Derechos Humanos (alguien por aquí me dijo: Gorbachov nos quiso dar de comer transparencia y apertura; preferimos alimentarnos, como con Putin, de comida y orgullo), si su historial totalitario (Churchill lo vio claro tras la Segunda Guerra Mundial: “No hay nada que los rusos admiren tanto como la fuerza. Y nada que respeten tan poco como la debilidad”), si su docilidad ante quien les gobierna directamente proporcional a su renuencia para ser sometidos por quien ose invadirlos.
Alemania logró utilizar el Mundial 2006 para gritar con una sonrisa que ésta generación tolerante y diversa, no guarda relación con la nazi. Ahora Rusia ha conseguido aprovechar el Mundial 2018 para romper paradigmas y estereotipos.
En todo caso, he abierto este texto afirmando que el mundo se irá de Rusia pensando que ha conocido Rusia, porque eso también resulta un extremo: primero, porque ni los rusos terminan por conocer a cabalidad a un ente tan colosal; y, sobre todo, porque tener la Copa del Mundo en casa es el mayor estado de excepción y flexibilidad que se pueda imaginar, que tampoco en febrero, tras meses de nieve y días de siete horas, la gente vive sonriendo.
Twitter/albertolati