Hemos leído de todo en los comentarios que desencadenó en Europa y en el resto del planeta la espectacular victoria de la Selección francesa en el Mundial de Rusia 2018: que “la Copa le pertenece a África”, que “Francia extrae de sus ex colonias africanas no sólo uranio, petróleo o algodón, sino también los mejores talentos futbolísticos”, que “una vez más Francia muestra su actitud paternalista con el Continente Negro”.
Una avalancha de golpes antifranceses mezclados con opiniones racistas inundó la Red poniendo en estado de shock a decenas de millones de habitantes de Francia que celebraban en un clima de euforia sin precedentes la extraordinaria gesta de sus héroes. Nunca había visto a los franceses tan unidos y orgullosos de su país como el domingo 15 de julio, después de la batalla final contra Croacia de la que salieron victoriosos los Bleus.
Fuimos testigos de escenas realmente mágicas, magníficas, históricas. “El que no brinca, no es francés” -gritaba una marea humana multiétnica teñida de azul, blanco y rojo entre la primera estrofa y el refrán del Himno Nacional, La Marsellesa. Abrazos colectivos, besos entre desconocidos, intercambio de alaridos “Vive la France!” dentro de una multitud sin fronteras sociales, raciales o generacionales invitaban a recordar aquel julio de 1998, cuando la tropa “black-blanc-beur” (negro-blanco-árabe) de Zinedine Zidane, ganadora de la primera Copa del Mundo para Francia, encendía la esperanza de lograr una cohesión social perfecta. Duró poco aquel sentimiento. La insurrección en los suburbios poblados por migrantes e hijos de migrantes en 2005, seguida de la ascensión de la extrema derecha antiinmigración, mató las ilusiones.
Como pasó hace 20 años, el espejo de unidad que vivimos ahora puede romperse en cualquier momento. Ayer visité el suburbio parisino Bondy (poblado en su mayoría por migrantes africanos), donde nació y creció la estrella más codiciada del equipo francés, Kylian Mbappé. Pregunté a los habitantes que se acordaban de 1998 si sentían de nuevo el espíritu “bbb”, negro-blanco-árabe. Escuché como respuesta: “Ahora el espíritu que reina es el ‘bbb’ de business, business, business”.
Lo entiendo, el valor de mercado de Mbappé, un fenómeno impresionante de sólo 19 años, es de 140 millones de dólares. En Bondy, 55% de los jóvenes no pueden ni soñar con acceder a un empleo, lo que no les impide vociferar a los cuatro vientos: “Liberté, Égalité, Mbappé”.
Y volviendo al tan expandido comentario de que “África ganó el Mundial”, sólo unas observaciones. De los 23 jugadores del equipo bleu, 21 nacieron en Francia. Todos son franceses, no hay ni un extranjero en el equipo tricolor. Sólo Samuel Umtiti, oriundo de Camerún, y Steven Mandanda, de República Democrática de Congo, nacieron en otro país, pero viven en Francia desde su más tierna infancia.
Catorce de los 23 héroes bleus hunden sus raíces en el Continente Negro. Nada extraño, el futbol siempre ha tenido orígenes humildes. En los suburbios pobres de París y otras grandes ciudades del país surgieron los talentos futbolísticos más increíbles, y rápidamente fueron detectados y entrenados por los clubes del Instituto Nacional de Futbol de Clairefontaine, el mejor sistema de balompié en el orbe. El alquimista Didier Deschamps, capitán de los Bleus en 1998 y entrenador ahora, ha hecho que el tan esperado viento de optimismo vuelva a soplar en las velas de Francia.