Eran las 18:20 horas del 23 de febrero de 1981. Un guardia civil, Antonio Tejero Molina, entraba pistola en mano al hemiciclo del Congreso de los Diputados. Dos más le acompañaban y hacían de guardaespaldas.
“Quieto todo el mundo” gritó Tejero. El entonces Presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, y su ministro de Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado, se levantaron de sus asientos para hacer frente al militar golpista. Entonces comenzaron a disparar varias ráfagas, mientras casi todos los diputados se tiraron al suelo. El Congreso estaba secuestrado y, por lo tanto, también los españoles.
En esas horas de angustia, cuando los ciudadanos veían que su libertad era amenazada y sobrevolaba otra vez el fantasma de la dictadura, un hombre joven vestido de uniforme de capitán general de los tres Ejércitos salía a la televisión para anunciar a los españoles que había abortado el golpe. Se trataba de su Majestad el Rey don Juan Carlos I. Por fin los españoles respiraban tranquilos.
Han transcurrido casi 40 años de aquel episodio sórdido en el que los españoles probamos el vértigo del desfiladero de la dictadura. De aquel entonces a ahora, España ha pasado de ser tortuga a liebre. El crecimiento ha sido espectacular. Se ha dado a conocer en el exterior como un país serio y confiable, y hoy España pesa, y pesa mucho. Ha conseguido estar entre los países prominentes a nivel mundial.
Todo eso no hubiera sido posible sin el concurso de la monarquía y especialmente del Rey, hoy emérito don Juan Carlos de Borbón.
Sin embargo, la maledicencia se impone. El nuevo gobierno de Pedro Sánchez ha tenido que aliarse con el partido radical y antisistema Podemos y otras fuerzas antisistema, para acabar con el establishment. Para ello tienen que dinamitar todas las instituciones, comenzando por la monarquía que supone el parapeto donde descansan el resto de los estamentos de la nación.
Recientemente salieron unas cintas en las que una amiga íntima del rey Juan Carlos, Corinna zu Sayn-Wittgenstein, le cuenta a un sórdido comisario, involucrado en todos los asuntos turbios de los últimos años, que el monarca emérito tiene cuentas opacas en el paraíso fiscal de Suiza. También habla de las comisiones millonarias que habría cobrado de la adjudicación a una empresa española para construir el tren de alta velocidad en Arabia Saudita. En sus más de dos horas, la conseguidora de negocios –que es el trabajo de la alemana Wittgenstein– golpea al Rey una y otra vez.
No es de recibo que una persona que ha dado su vida por España sea recompensada de este modo, exhibiéndole ante la “plaza pública” de España, esperando a que se le lapide, siendo juzgado por las opiniones tan sensacionalistas como frívolas, sentenciado sin saber realmente por qué.
Ya nadie se acuerda de aquel 23 de febrero de 1981, cuando un joven monarca salió a la palestra para anunciar que había parado el golpe de Estado, que detuvo la vuelta a la dictadura que pudo enterrar la libertad que tanto había costado, que suspendió el tiempo para hacer que la historia continuara su curso en lugar de que se desviara a los caminos sinuosos y angostos de la autarquía. Pero de eso ya nadie se acuerda.