En una madrugada de julio del 2018, el parlamento de Israel –el Knesset– aprobó una polémica ley que define al país como un “Estado nación judío”. Dicha pieza legislativa incluyó medidas como el establecimiento del hebreo como única lengua nacional –en detrimento del idioma árabe–, la multiplicación de los asentamientos exclusivamente judíos, la designación de un Jerusalén “unido y en su totalidad” como su capital y, aún más preocupante, la formalización de una premisa discriminatoria abierta a interpretación expansiva: “el derecho a ejercer la autodeterminación nacional en el Estado de Israel es exclusivo del pueblo judío”.
Esta nación de más de 70 años tiene casi nueve millones de habitantes y, para 2012, congregaba al 43 % de la población judía del mundo. Pero según el Buró Central de Estadísticas del país, del total de habitantes, cerca del 25 % no es judío. La ley mencionada es un precedente oscuro y potencialmente contraproducente en una tierra donde las tensiones sociales, políticas, étnicas y raciales no solo se dan entre judíos y árabes, sino también entre subgrupos del judaísmo, situación que ha documentado Pew Research Center en un estudio de 2016.
Hacer ley la existencia de una “ciudadanía de segunda” es claramente antidemocrático, ya que agrava resentimientos históricos y da excusas narrativas a los extremistas. Esto lo entendieron los israelíes judíos que protestaron afuera del Knesset con pancartas con frases como “Esta casa nos pertenece a todos”. Entre los opositores, la parlamentaria laborista Shelly Yarcimovich la definió como “una ley racista que fomenta el nacionalismo envilecido”. Pero para entender mejor la propuesta promovida por Likud, el partido del primer ministro Netanyahu, hay que escuchar a sus defensores: el parlamentario Avi Dichter declaró que la ley es “respuesta a quienes piensan que la presencia judía en Israel es temporal”.
Se trata, pues, de una afirmación de la identidad nacional, y eso no es noticia nueva. Si bien las amenazas que enfrentan tanto judíos como árabes son recurrentes y dolorosas, la pregunta “¿identidad o democracia?” aparece de manera natural en este particular contexto. Desafortunadamente, la respuesta es mucho más complicada. Asimismo, hay que reconocer que este episodio israelí también fue impulsado por el creciente antisemitismo que la comunidad judía ha denunciado en los últimos años en distintas partes del mundo, tal es el caso de Europa y particularmente Francia, donde, como evidenció The New York Times, el 40 % de los actos violentos de corte religioso o racial en 2017 se cometieron contra judíos y los actos antisemitas subieron un 20 % desde 2016.
Sin embargo, medidas como la adoptada por el Knesset parecieran no querer prolongar el experimento democrático basado en la protección de la diversidad que buena parte del mundo adoptó tras la Segunda Guerra. Entre más naciones busquen encumbrarse en sí mismas y en sus ideas, crece el riesgo de un panorama hiperfragmentado basado en comunidades nacionales o subnacionales exclusivas para ciertas ideas o personas. Ello pondría a la democracia liberal en coma, y daría paso a esquemas híbridos con condiciones y consecuencias hoy desconocidas.
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— 24 HORAS (@diario24horas) 12 de agosto de 2018