Hace unos días, la Dra. Beatriz Gutiérrez Müller –esposa del presidente electo– se quejó vía redes sociales de la violencia discursiva en dichas plataformas, particularmente Twitter: “Por eso no escribo por aquí tan a menudo como yo querría. El lenguaje cargado de ira y la agresividad no me gustan”, escribió la comunicóloga por la Iberoamericana de Puebla. Posteriormente agregó: “La crítica, la objeción y la disidencia que se expresa en Twitter es bienvenida cuando se realiza con respeto y argumentos. Solo quiero recordarles que yo no soy López Obrador, soy Beatriz y no detento ningún cargo público”. Comentario sensato y entendible, sin duda, pero mismo que elude una realidad mucho más compleja.

La agresividad narrativa que hoy padece la política mexicana no fue espontánea. Tiene diversos nutrientes, algunos ya lejanos: el intento de Fox de desaforar a López Obrador en 2004; la radicalización del tabasqueño antes, durante y después de la elección de 2006; la “guerra” contra el narcotráfico que impulsó Calderón –y misma que tensó, de manera inercial, las relaciones sociales y políticas en distintas entidades–; la segunda derrota de López Obrador en 2012; la brumosa investigación del tema Ayotzinapa y el asunto de la “Casa Blanca”; la baja aprobación del presidente Peña Nieto desde finales de 2014; y el fracaso en materia de seguridad durante el sexenio que se apaga –entre otras razones–.

Si bien esta violencia digital no es exclusiva de un bando, el comentario de Gutiérrez ignora los más de 12 años que su esposo estuvo dividiendo al país en buenos y malos –la “mafia” contra el “pueblo”; el “PRIAN” contra MORENA– de manera reduccionista, demagógica e incluso absurda. Sin embargo, la narrativa de López Obrador por fin ganó la guerra de percepciones, pero no sin antes partir a México literalmente en dos: en pro-AMLO (53 %) y anti-AMLO (47 %). Los primeros años del sexenio, el tamaño de estas irá variando junto con el contexto, pero es razonable pensar que hacer política dividiendo tiene un costo social oculto más allá de la radicalización momentánea, que es su efecto más natural y visible.

En un ambiente de información inmediata, es entendible que fomentar la radicalización de posturas sea una manera rápida de arengar a tus seguidores y de mantener presencia mediática. Pero que eso sea ético en lo inmediato o inteligente en el largo plazo, son temas muy distintos. La pregunta clave es: ¿la manera en que hoy se hace política en México ayuda o no a prolongar este experimento con el autogobierno que nos costó décadas construir? Si la respuesta es no, surge una segunda: ¿cómo cambiar la situación sin caer en la censura de políticos y partidos –aspecto imposible pero también indeseable–?

Mientras le sean redituables, el político usará discursos radicales o divisorios, pero en ese interés también radica la solución. En democracia, la aproximación del político con el ciudadano es mediante un enfoque “estímulo-respuesta”, donde este pone a prueba su hipótesis o sus valores entre el electorado y si no son bien recibidos, los modifica y vuelve a acercarse. No importa si tiene buenas o malas intenciones, el ciclo suele ser así. Entendiendo esto, es claro que la sociedad es la única que puede hacer que la política democrática tenga otros tonos y, de esa manera, se le pueda prolongar. En pocas palabras: si la ciudadanía es la que rechaza los extremos narrativos, el político los dejará de usar.

Democracia sin fricción no es tal, pero como nos ha enseñado la madera seca, la fricción excesiva genera fuego. Primero, como sociedad debemos aprender a distinguir un discurso violento, radical, divisorio o absurdo de, por ejemplo, una campaña de contraste –vital en democracia–. Esta última puede darse sin fomentar el odio al distinto; es más difícil y requiere ingenio, ética y corresponsabilidad por parte de los políticos, pero claro que es posible. Y segundo, habiendo logrado eso, debemos rechazar ese tipo de campaña venga de donde venga, ya que solaparla por conveniencia es igual de nocivo que realizarla.

En contraposición a este texto, alguien me podría argumentar: “Alonso, la polarización política no está creciendo, solo está siendo notada por el mismo ambiente hiperconectado que mencionas; pero siempre ha estado ahí”. Sin embargo, no creo que mi premisa pierda validez: es de interés de todo verdadero demócrata repensar el modelo comunicación política-electoral –esto significa cambiar sus incentivos y sus parámetros socialmente aceptados–, para que la democracia siga siendo segura para la diversidad. De lo contrario…

@AlonsoTamez

aarl