Otra vez la violencia se presenta en la UNAM, y una vez más el rector Enrique Graue y todas las autoridades universitarias, al igual que sus antecesores en décadas pasadas, responden con una tibieza y negligencia que rayan en la complicidad con los grupos porriles que agreden a los estudiantes con prácticamente total impunidad.
Es vergonzoso que en la historia de la Universidad Nacional sólo uno de sus rectores se ha puesto del lado de los estudiantes durante un conflicto: se trata de Javier Barros Sierra, quien apoyó a su comunidad ante el clima de agresiones y represión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.
Hoy, las protestas de los estudiantes no obedecen a la resistencia ante cambios académicos y administrativos como ocurrió con el Consejo Estudiantil Universitario en 1986 o el Consejo General de Huelga en 2000; se trata de manifestaciones que exigen que pare la violencia y que los grupos de porros salgan de la UNAM. En un clima en que se han expuesto el narcomenudeo y los homicidios que se cometen con total impunidad en los distintos campus y planteles universitarios ante la complacencia de más autoridades de la Universidad Nacional, el Gobierno federal y de la Ciudad de México.
Desde hace décadas, los rectores de la UNAM y sus funcionarios han pretendido justificar su inacción bajo el pretexto de la autonomía universitaria y de evitar conflictos por la radicalización de los grupos que operan dentro de la universidad como el que desde hace casi 20 años tiene secuestrado el auditorio Che Guevara-Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, y que funciona como un centro de operación de los narcomenudistas que trafican en el casco central de la Ciudad Universitaria; pero no sólo eso, sino que acusan a quienes los señalan y critican como enemigos o promotores de ataques a la Máxima Casa de Estudios del país.
Hoy es momento de que de una vez por todas la violencia y los grupos porriles sean erradicados de la vida universitaria; precisamente llegó al poder con el triunfo de Morena parte de la generación que formó el movimiento del Consejo Estudiantil Universitario que surgió en 1986 para oponerse a las reformas del entonces rector Jorge Carpizo, y de la cual vienen Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno electa de la Ciudad de México, y Martí Batres, presidente del Senado, y sin duda están obligados a formar parte de la solución de estos males que aquejan desde el siglo pasado a la UNAM.
Es momento de que Morena use la mayoría que tiene en el Congreso para reformar la Ley Orgánica de la UNAM con el fin de acabar con la ambigüedad que aprovechan autoridades locales y federales para no actuar en los campus universitarios y redefinir el concepto de autonomía y permitir que la Policía de la Ciudad de México pueda investigar y detener a los responsables de los delitos que se cometen en la universidad, para reformar al cuerpo de seguridad conocido como Auxilio UNAM, que impávido permite robos, narcomenudeo y otros delitos, porque precisamente es desde donde se ampara y protege a los grupos porriles.
Pero no sólo eso, sino para reglamentar el uso de los cubículos universitarios que ocupan distintas organizaciones estudiantiles y que son como un territorio autónomo dentro de los planteles universitarios.
Ayer la comunidad pudo repeler a una veintena de encapuchados armados que bloquearon la Avenida de los Insurgentes a la altura de la Torre de Rectoría, y por fortuna no hubo violencia, ¿pero hasta cuándo podrá ser contenida?
Es claro que sólo los grupos violentos vinculados con el narcomenudeo de los cárteles de la Unión de Tepito y Tláhuac son los interesados en que la UNAM siga en un estatus de extraterritorialidad en la Ciudad de México; hoy, Morena desde el Congreso y el Gobierno de la capital tienen el poder para rescatar a la universidad de sus tentáculos.