A Saúl Álvarez no se le perdona que, en sus inicios, haya sido seguido cual personaje de Big Brother: si comía, si entrenaba, si dormía, si rezaba, tan presente su rostro en la pantalla sin que todavía consiguiera triunfos relevantes.

Desde entonces, y sin importar cuánto haya crecido como boxeador, el apodado Canelo no ha dejado de ser señalado como ídolo prefabricado, como creación de los medios, como mero mecanismo de venta, como impostor en un deporte que México relaciona con las capas menos privilegiadas de su sociedad: si los paradigmas son el pintoresco Rubén “Púas” Olivares y el atribulado Julio César Chávez, el santo es Sal Sánchez, hijo de campesinos que falleciera en un accidente justo cuando estaba en la cima y emocionaba al país con sus gestas.

Donde la rutina es picar piedra, sobreponerse a la realidad más cruda, dar los primeros puñetazos al hambre, mostrar más arrojo que elocuencia, sucumbir a vicios y las más peligrosas compañías, al Canelo desde la adolescencia se le vio cómodo…, lo que, evidentemente, no es su culpa: con o sin críticas por el jueceo en sus dos peleas ante Gennady Golovkin, hoy no podemos dudar que se trata del mejor pugilista mexicano desde uno de los más grandes, como ha sido catalogado Juan Manuel Márquez.

Ese Márquez cuyos primeros tres combates contra Manny Pacquiao, en los que no se le otorgó la victoria, le elevaron a mártir nacional, los puntos hurtados en la decisión técnica vistos como asalto al Templo Mayor.

Canelo suscitó división desde el empate de un año atrás contra Golovkin, aunque en sentido opuesto: con él, incluso los poco entendidos de boxeo, esos que suelen suplir la falta de argumentos con patriotismo, se alinearon en la teoría del robo, se sumaron en su contra.

Llegados a este punto, vale la pena decir que el escándalo sobre el cuadrilátero es tan antiguo o más que el boxeo. Desde la protestada Joe Louis contra Jersey Joe Walcott o los amaños de Jake La Motta en los años cuarenta, hasta Sugar Ray Leonard contra Marveous Hagler en los ochenta y el empate entre JC Chávez y Pernell Whitaker en los noventa, pasando por aquella Muhammad Ali-Sonny Liston en los sesenta o, por ir mucho más atrás, los disturbios masivos con que cerraban las funciones en el East End londinense a fines de Siglo XIX: polémica y suspicacia permanente.

El problema de la actualidad no son los puntos absurdamente concedidos (a todo esto, para mí no perdió Golovkin), sino la escacez de figuras boxísticas. Eso resta credibilidad a un deporte que luce necesitado de crear ocasión para enésimas revanchas entre los pocos capaces de audiencias millonarias.

Como ejemplo perfecto, no sólo la segunda Canelo-GGG, sino el anuncio de que Floyd Mayweather Jr y Manny Pacquiao cerrarán el año con otro pleito. Dos cuarentañeros en el retiro levantarán mayor expectativa que todos, absolutamente todos los puños que están en plenitud.
Twitter/albertolati

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