No, no se olvida.
El 2 de octubre de 1968 no se olvida.
Era miércoles. No lo voy a olvidar.

Este escribidor tenía un mes en el primer año de la escuela secundaria. Esa tarde, como muchas otras anteriores y posteriores, jugábamos en el patio trasero de la casa de la familia Estrella Sweeney.

Apaseo el Grande, Guanajuato, mi pueblo, era entonces, como todo México, sede de los Juegos Olímpicos. Faltaba más.

Competíamos en lo que podíamos: 100 metros planos, aunque fueran 50; 400 metros con obstáculos (cajas jitomateras de madera, llamadas huacales) en la misma distancia, basquetbol, futbol, levantamiento de pesos, lanzamientos de bala (piedras), martillo y jabalina (cualquier vara), luchas “grecorromanas”, voleibol, tenis (con la mano a falta de raquetas), un maratón (rumbo a La Calzada) de apenas dos mil metros… Lo que fuera necesario.

Ocupados los mejores países, el escribidor era el representante de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), por decisión propia basada sólo en la idea de la competencia. No tenía la más remota idea de las ideologías. Doña Coletta, la mamá de Tom y Nacho Estrella, fingía gestos reprobatorios y también mostraba sonrisas que hoy serían calificadas de “inclusivas”. Obvio es decir que cada “delegación” estaba integrada por un solo individuo.

A eso jugábamos antes, durante y después de la tarde del 2 de octubre de 1968. No, es cierto, no estábamos en la lucha. Estábamos compitiendo. Es más, teníamos miedo de que los Juegos Olímpicos se cancelaran por culpa de los “alborotadores comunistas”.

¡Ah, qué cabrones! Para ese entonces ya habían colocado la bandera rojinegra del comunismo en pleno Zócalo de la Ciudad de México y, “sacrílegos” les dijeron, habían tañido las campanas de la Catedral Metropolitana en celebración por sus protestas. Hoy se sabe que fue el gesto solidario de un campanero.

Los muchachos mexicanos de entonces fueron a la cárcel. Otros muchachos, la mayoría negros, ganaron oros olímpicos.

Quién puede olvidar el salto mayúsculo, el del siglo, de Bob Beamon en la misma Ciudad Universitaria, donde el 16 de octubre, día de onomástico del escribidor, dos negros: Tommie Smith y John Carlos y un güero hoy olvidado, pero muy solidario, australiano, el gran Peter Norman, protestaron desde el podio olímpico contra el racismo y en favor de los derechos civiles, luego de ganar la carrera de los 200 metros, la misma que yo corría; los dos negros (qué afroamericanos ni qué la chingada, negros se llamaban a sí mismos con todo el orgullo) con el puño envuelto en guantes negros; el otro con la cabeza gacha y con un pegote en su uniforme… El mayor reprimido de los tres quienes caro pagaron su atrevimiento y de quienes siempre he guardado su fotografía en el Estadio Olímpico de CU.

Doce o 14 años después, el escribidor fue testigo de la eterna discusión de otros héroes del 68 mexicano en plena redacción de la revista Proceso de entonces, en sus primeros aniversarios. Borrachos los dos, el escribidor también, Eduardo Valle Espinosa (a) el Búho y Luis González de Alba (a) el Lábaro mantenían sus versiones sobre su ubicación en la Plaza de las Tres Culturas, y más específicamente en el edificio Chihuahua, del conjunto habitacional de Tlatelolco y sobre los hechos hoy históricos en los que ambos fueron líderes.

Para entonces, el escribidor ya había conocido personal y profesionalmente, por su trabajo como reportero, a Heberto Castillo, Marcelino Perelló, Joel Ortega Juárez, Gilberto Guevara Niebla, Pablo Gómez, Ángel Verdugo, Raúl Álvarez Garín, Salvador Martínez della Rocca y otros líderes del movimiento estudiantil, así como a reporteros -de a de veras— como Paco Ortiz Pinchetti, quienes sí estuvieron en Tlatelolco aquella tarde de hace 50 años y algunos de ellos, como él, llegaron heridos a sus redacciones a escribir sus notas.

Años después, ya lo he contado en otras ocasiones, en otra tarde-noche de tragos, presente el querido Búho, salió a relucir nuevamente aquella tarde inolvidable. Y me preguntaron qué hacía yo entonces. Dije la verdad -en mi pueblo dicen que sólo los borrachos y los niños dicen la verdad-. Mi paso por la UNAM me ubicó sobre la importancia de la matanza de la Plaza de las Tres Culturas. Cuando fui interpelado, ya tenía quizás 30 años, y respondí: “Estaba muy preocupado de que por su culpa, Búho, cancelaran los Juegos Olímpicos. Perdón, esto es lo cierto”.

El Búho soltó una de sus grandes carcajadas que soltaba cuando estaba contento o quería remarcar su ironía, y dijo algo así como: “No te preocupes, pinche Galarza, no eras el único; No, no se olvida.uañeros estaban presos en la co esta contento y dijo algo afotografy con us pego en su uniforme,rata a un damia mí también me preocupaba que se suspendieran los Juegos Olímpicos”.
Su ¡ja, ja, ja! lo escuché y escucho hasta el infinito.

El sábado 12 de octubre de 1968, día de la inauguración de los Juegos Olímpicos, el Búho y todos sus compañeros ya estaban presos en la cárcel de Lecumberri.

El 2 de octubre mexicano no se olvida; no se olvidan los jóvenes, los famosos y los anónimos; tampoco se olvidan y nunca deben olvidarse a los represores.

El movimiento estudiantil mexicano de 1968, de los estudiantes de la UNAM, del Politécnico, de otras instituciones públicas y también de escuelas privadas, comenzó a romper los barrotes de la intolerancia, del autoritarismo del exacerbado presidencialismo metaconstitucional, que hoy todavía muchos añoran y buscan regenerarlo.

No, no se olvida.
México era otro país.
Pero, los de entonces somos los mismos.
Todavía soñamos correr los 200 metros planos y creemos que los negros son negros… y ahora sabemos que los muchachos de entonces tenían razón.
No, no se olvida.
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