Los Estados Unidos están de fiesta. Donald Trump acaba de romper su propio récord de declaraciones falsas en una sola semana. Las 133 que logró los primeros siete días del pasado agosto, fueron rebasadas por las 170 que consiguió la segunda semana de octubre.
Estas 170 últimas subieron el total de declaraciones falsas desde la fecha de su inauguración, el 20 de enero de 2017, a un total de 3,086 con corte al 14 de octubre de 2018. Esto significa que en esos 633 días de su periodo presidencial, promedió 4.9 al día.
Estas cifras son parte de un esfuerzo permanente que realiza el periódico canadiense The Toronto Star (http://projects.thestar.com/donald-trump-fact-check/index.html), y con “declaraciones falsas” se refiere a mentiras evidentes y a exageraciones comprobables.
Al justificar este tesón periodístico, el diario es tajante: “Los historiadores dicen que nunca ha habido un mentiroso tan constante en la Oficina Oval. Creemos que la deshonestidad debe ser cuestionada. Creemos que la información incorrecta debe ser corregida”.
La ignorancia, ya sea esparcida, padecida o ambas, no es una virtud, diría Barack Obama. El problema, más allá de la deshonestidad o del desprecio por la precisión y la complejidad, es que lo que Trump dice o calla como presidente, influye en lo social, económico y político.
Por lo mismo, parte de los estadounidenses pueden convertirse en cómplices: si lo reeligen en 2020, estarán dando “pase libre” a este tipo de política (este autor cree que, debido a los enclaves Republicanos que preceden a Trump, las legislativas de este noviembre no representan un “referéndum” tan claro sobre su figura como, por ejemplo, una elección presidencial).
En “¿Por qué molestarse con las elecciones?” (2018), Adam Przeworski da un dato bastante desalentador en este contexto: entre 1788 y 2008, los “incumbents” (sin traducción literal; se refiere al individuo que está en el poder) alrededor del mundo ganaron las elecciones a nivel nacional en 2,315 de 2,949 contiendas (79 %, con probabilidades de victoria de 4:1).
Si se reelige a Trump, el voto americano estaría premiando, y no castigando, a quien a todas luces rompió la regla más básica del juego. Esto, además de regocijo para los enemigos de la democracia en el mundo, sería un golpe directo a la idea de representatividad; a la figura del votante como agente mínimamente racional; y al poder percibido del voto como herramienta de premio/castigo.
@AlonsoTamez
aarl