Ahora resulta que no pocos analistas y formadores de opinión suponen, creen o adivinan que la barbaridad de tirar el NAIM –y tirar con él 250 mil millones de pesos- es un mensaje del Presidente electo para que todo México y todo el mundo sepan quien manda.
Si fuera el caso, no habría duda que asistimos a una patología propia de un faraón o, por lo menos, estaríamos ante la moderna y chabacana versión –a la mexicana- del emperador Nerón, al que se le acredita incendiar Roma.
Si fuera como dicen esos analistas, flaco favor le hacen al moderno y muy mexicano Nerón, quien no sólo habría prendido fuego al NAIM, sino a la economía mexicana toda.
Y resulta flaco el favor, porque entonces los defensores de la idea de que el electo Obrador mandó un mensaje de fuerza, en realidad estarían aceptando que el México del nuevo siglo será gobernado no por un mandamás, sino por un tiranuelo; un sátrapa al que nada importa la democracia, poco importan los ciudadanos y menos la rendición de cuentas.
Y si la decisión de prender fuego al NAIM fue para mostrar quien manda –autoritarismo puro-, entonces estamos de nuevo frente a Gustavo Díaz Ordaz, y entonces la pira montada en Texcoco sería una pulsión autoritaria igual a la de matar estudiantes en la Plaza de Tlatelolco, en 1968 y, por Luis Echeverría, en Santo Tomás, en 1971.
Y también es falsa la idea de que el manotazo autoritario –disfrazado de voluntad popular- sea el estandarte para el cambio de régimen. ¿Por qué?
Porque, como muchos saben, un cambio de régimen se consigue mediante un golpe de Estado, a través de la destrucción de las instituciones desde dentro del propio Estado –como hoy lo estamos viendo- o por la vía democrática, como lo mandata la Constitución, en su artículo 35 que faculta a los ciudadanos a participar en la consulta directa, pero mediante reglas claras y democráticas.
No, lo que hemos presenciado con la destrucción del NAIM es mucho más que una pataleta para demostrar fuerza por parte de un Presidente que –paradojas de la democracia- tiene todo el poder imaginable en México, legal y constitucional. Y es que con ese poder casi absoluto, AMLO no tiene que demostrar nada a nadie.
Lo que vimos, en realidad, es el retrato de cuerpo completo de un aspirante a dictador; el típico “golpista democrático” que sustenta su poder en la polarización de los ciudadanos, en la estimulación de la división social y el odio entre hermanos.
El NAIM era y es lo de menos; lo importante para Obrador es lo que Texcoco simboliza; es símbolo de la opulencia, es “una obra sólo para ricos” que –según los lopistas- sólo beneficiaría “a una camarilla rapaz” frente a millones de pobres.
Y es que, como dice El manual del dictador, Obrador necesita mantener viva la polarización social, la disputa entre pobres y ricos y exaltar la emoción sobre la razón, porque el odio entre hermanos es el combustible de su movimiento.
Y para mantener el apoyo popular, AMLO hará lo necesario, incendiar Roma, si hace falta.
Al tiempo.