“La victoria autoriza a los presidentes una locación para ejercer el poder –la Casa Blanca–, pero no mucho más que eso a manera de capital político inicial. La ocupación legítima de la oficina es, incuestionablemente, una afirmación de posición y estatus institucional. Pero es notable que más de la mitad de los presidentes entre 1856 y 2016, han tenido que fortalecer su posición desde el momento de su inauguración (…) La conclusión es algo así: ser electo presidente no es más que el primer paso en el ejercicio del poder”.
Este fragmento es parte de un análisis mayor que Charles O. Jones –profesor de la Universidad de Wisconsin-Madison y uno de los principales estudiosos de la institución presidencial en los EE.UU.– plasma en la segunda edición de su libro “La presidencia americana: una introducción muy breve” (2016), publicado por Oxford University Press.
A lo que Jones se refiere, es a que ese intangible que conocemos como “capital político” –las reservas y mecanismos de influencia sobre sociedad y clase política que otro político tiene y gasta para alcanzar sus objetivos (Banfield, 1961)– es finito, y como moneda, es bastante volátil; por lo mismo, se debe juntar el más posible y gastarlo sabiamente.
¿Y cómo lograr esto? Un buen margen de victoria es esencial, y entre mayor sea, mejor; la popularidad también es clave; entregar buenos resultados y cumplir expectativas, sin duda lo revitaliza; y establecer y cumplir compromisos con otras fuerzas políticas suele ampliarlo.
Peña Nieto invirtió su capital político inicial –el derivado de su victoria y mismo que no “quemó” durante la transición– en el Pacto por México. Y creo que podríamos concluir que, hayamos estado de acuerdo o no con la agenda de reformas, su política de compromisos “yo cedo aquí, tú cedes acá” con el PAN y el PRD logró sacar adelante, en poco tiempo, buena parte de su programa legislativo –cosa nada sencilla con un Congreso dividido–.
Sin embargo, tras año y medio, Peña Nieto perdería casi todo su capital –excepto el “natural” que tenía sobre el priismo nacional y de los estados– y sería incapaz de regenerarlo. En ese caso, la lección fue: los mexicanos esperaban mucha mayor “contundencia” de Peña Nieto para castigar la corrupción percibida o real, cercana o ajena.
Sobre el caso de AMLO, aún tenemos poca información. Pero hasta el momento no ha hecho ningún tipo de concesión política real con la oposición, como hubiese sido adoptar una postura moderada con el NAICM –por ejemplo, revisar las licitaciones y las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación para castigar la posible corrupción, así como buscar mitigar el impacto ambiental con obras alternas, pero sin cancelar la obra–.
La victoria de AMLO en julio fue contundente, y uno pensaría que el tabasqueño iniciaría el gasto de su capital político mirando más alto y más lejos que el NAICM –digamos, intentando a una reforma fiscal para comenzar un sistema de seguridad social universal; cosa que hubiese sido mejor hacerla antes de unificar a la oposición en su contra–. Asimismo, asumir que la cancelación del NAICM es una “victoria”, sin antes medir la opinión social general y por sectores, es bastante ingenuo –yo supongo que ya están en esto–.
Sea lo que sea, su medidor ya empezó a correr sin siquiera haber asumido. Esperemos que las próximas jugadas de AMLO sean más cuidadosas; es decir, no tan polarizantes o abruptas al punto de unificar a la oposición en su contra otra vez, ya que eso solo hará que su capital político se esfume incluso antes del año y medio que le duró a Peña Nieto. En otras palabras, el capital político debe gastarse en los proyectos más transformadores y necesarios para los mexicanos, no en simbolismos de dudosa pertinencia financiera.
@AlonsoTamez
aarl