“Gobernar es poblar”, se repetía por doquier en el Buenos Aires de fines del Siglo XIX, ese “Precepto alberdiano” formulado por Juan Bautista Alberdi.
Puertos y puertas abiertos para quien llegara desde Europa y contribuyera a forjar una población argentina blanca, cristiana y occidentalizada.
La Boca se saturaba de legiones de italianos que escapaban de un complicado momento económico en su país, soñando con que Argentina se convirtiera en la tierra de sus sueños, de sus oportunidades, de su futuro. Italianos que habían subido al barco decididos a quemar las naves sólo pisar tierra y adueñarse de su lugar de destino.
Entre los que recién arribaban y esos primeros hijos de inmigrantes, estaban quienes propiciaron una de las mayores rivalidades en la historia del deporte. Ahí mismo, en esa desembocadura del Río de La Plata, nacerían al inicio del Siglo XX tanto River Plate como Boca Juniors. Los dos integrando a su nombre una noción inglesa que vinculara al equipo con los inventores británicos del futbol: River Plate con la peor traducción posible del nombre del caudal, Boca Juniors con esa forma de decirse hijos de la Boca o, acaso, segunda generación en la Boca. Tan cercanas fueron sus cunas, que River sopesó denominarse Juventud Boquense, al tiempo que los muelles (retratados excelsamente en la pintura de Benito Quinquela Martín), se saturaban de dialecto genovés, de lo que derivó para Boca el apodo de xeneizes –gentilicio de Génova en el hablar liguriano.
De alguna forma y sin poder saberlo, desde entonces Boca y River ya se habían citado para estas dos fechas: primero, sábado 10 de noviembre de 2018 en la Bombonera, ahí mismo, pegado a la desembocadura; segundo, sábado 24 de noviembre de 2018 en el Monumental, la casa a la que se mudó River, tal como sus fundadores para ya no volver al origen.
Más de un siglo de discordia, de polarización, de dividir a la población que halló en su rivalidad una forma de inventar juntos la nueva patria y crear la argentinidad. Más de un siglo de asestarse golpes provisionales, ninguno definitivo o irremediable, por mucho que, mano a mano, disputaran buena parte de los títulos. Más de un siglo esperando esta final de Copa Libertadores.
Al cabo de estos dos sábados, nada será igual. Cada cual llevará, tan claro como su escudo en el pecho, el estigma de la victoria o la derrota. Vendrán nuevos encuentros, se sucederán nuevas epopeyas, se clamarán nuevos ídolos y villanos, más siempre, por las décadas de las décadas, el debate será zanjado con el vencedor de esta final.
Si en Casablanca “siempre nos quedará París” a quien gane esta final, siempre le quedará esa copa: prueba irrebatible de la supremacía sobre esa Boca en la que los dos nacieron, hijos de ese precepto que insistía que gobernar es poblar.
Twitter/albertolati