El gasolinazo fue sólo la gota que derramó el vaso de la paciencia social. El hartazgo masivo que desde hace varios días recorre Francia se explica por muchos otros elementos: la constante subida de los impuestos, una carestía insolente que hace imposible llegar a fin de mes a grandes sectores de la población, y algo aún más grave, la pérdida de esperanza en un futuro mejor.
Estamos frente a “los chalecos amarillos”, un movimiento sin precedentes, una fronda social de nuevo cuño al margen de partidos políticos o centrales sindicales que pone a temblar al Ejecutivo y sobre todo sus servicios de seguridad.
En cuestión de 10 días, obreros, empleados precarizados, jubilados con pensiones cada vez más bajas y todos los que en la Francia rural se ven obligados a recorrer varios kilómetros en coche para llegar a sus trabajos se organizaron a través de redes sociales, de manera espontánea sin un claro liderazgo, sin ninguna jerarquía establecida. Y lograron hacer muchísimo ruido.
El sábado pasado, el país entero se pintó de amarillo. Más de 300 mil “chalecos amarillos” -según cifras gubernamentales- bloquearon autopistas, carreteras y calles, ralentizaron el tráfico, cerraron el acceso a decenas de depósitos de carburantes. En las prendas fosforescentes pude leer frases como “Macron, renuncia!”, “Chaleco amarillo, cólera negra”, “Todos juntos bloqueemos Francia”.
Escenas de una multitud iracunda dispersada con gases lacrimógenos a unos pasos del Palacio del Elíseo de París por la Policía antidisturbios, desbordada por esta imprevisible modalidad de protesta, muestran muy bien hasta qué punto ha crecido la desesperación de la Francia popular por la imparable caída del poder adquisitivo, hasta dónde ha llegado el descontento con la política neoliberal de Emmanuel Macron, que no logra sacudirse la etiqueta de “Presidente de los ricos”.
Se puede entender el nerviosismo que se apoderó de las élites gubernamentales desesperadas por encontrar la fórmula para actuar frente a esta inmensa contestación, difícil de calibrar por el momento y aún más difícil de controlar.
Sólo en su primera jornada, la insurrección de los chalecos amarillos dejó un deceso, 508 heridos, 280 detenidos y un sinnúmero de choques entre las fuerzas del orden y los manifestantes. ¿Cómo no inquietarse?
A primera vista parece que la llamada Francia de abajo y del medio, víctima de la globalización, se rebela contra el establishment al servicio de las élites financieras, acusado de estar desconectado de la realidad.
Pero el fenómeno tiene muchos matices. Las cifras hablan por sí mismas: 74% de los franceses apoya abiertamente a los “chalecos amarillos”. Otro dato revelador: 55% de los electores de Macron simpatiza con este nuevo movimiento anti Macron. Está claro que la inmensa mayoría de los galos no soporta ni el estilo (monárquico y arrogante) ni la gestión de su mandatario (que ha llevado a acentuar las desigualdades sociales y empujar a la precariedad a las clases medias).
Actualmente sólo uno de cada cuatro franceses aprueba la política de Macron, que en 18 meses pasó de ser la estrella del mundo libre -huérfano de líder tras el Brexit y la victoria de Trump- a convertirse en el Presidente más vilipendiado de la historia reciente de Francia, al menos en esta fase del mandato presidencial.