Barricadas de fuego, restaurantes destrozados, tiendas de lujo vandalizadas y saqueadas, grupos de radicales lanzando lluvias de todo tipo de proyectiles -adoquines, botellas, sillas de los cafés, botes de basura- a los antimotines, que responden con gases lacrimógenos y cañones de agua. Así lució el sábado pasado la avenida más emblemática y concurrida de París, los Campos Elíseos, transformada en un gigantesco campo de batalla en la enésima protesta de los “chalecos amarillos”, una insurrección social de las clases populares y medias contra la ecotasa de los carburantes y contra la política económica de Emmanuel Macron, que lleva a la caída del poder adquisitivo de la inmensa mayoría de la sociedad.
Por supuesto hubo otras dos mil acciones en el resto del país, bloqueos de los grandes ejes viales, ralentización del tráfico, controles en carreteras y autopistas, pero -y los “chalecos amarillos” lo saben- para hacerse escuchar hay que manifestarse en París, cerca.
Hasta ahora no se había llevado a cabo ningún acto de reivindicación social en ese símbolo por excelencia del esplendor francés llamado Campos Elíseos, esa arteria de dos kilómetros entre el Arco del Triunfo y la Plaza de la Concordia, con 300 mil transeúntes al día que dejan ahí dos mil millones de dólares anuales en un sinnúmero de comercios, restaurantes, cines, hoteles, clubes nocturnos selectos, etcétera. Ocasionalmente la Avenida de los Campos Elíseos servía de escenario para las celebraciones de carácter festivo (año nuevo, victoria en los Mundiales); el malestar por los discursos políticos no tenía cabida en la glamurosa arteria.
Resulta que para el próximo sábado, los “chalecos amarillos”, apoyados por 76% de los franceses, están convocando una nueva protesta multitudinaria, precisamente ahí donde está prohibido, en la Avenida de los Campos Elíseos.
La rebelión de la Francia periférica obligada a utilizar el automóvil para ir a trabajar, sigue su marcha, porque Emmanuel Macron no cedió a su principal demanda, la congelación de las tasas al carburante.
A la ira por el gasolinazo se suman muchas otras frustraciones en Francia, el país donde más impuestos se pagan a nivel mundial. El escándalo radica en que la creciente presión fiscal no se traduce ni en la disminución de las desigualdades sociales ni en la mejora de los servicios públicos.
La más castigada es la Francia modesta de los territorios rurales y periurbanos que se levanta temprano, que trabaja duro y la que sufre cada vez más para llegar a fin de mes. Sus salarios no suben, lo que sube es el costo de la vida, la presión fiscal y el sentimiento de injusticia al ver que el presidente Emmanuel Macron suprimió el impuesto a las grandes fortunas que se inflan sin cesar, a los que usan jets privados con queroseno libre de tasas.
La insurrección de los “chalecos amarillos” nació espontáneamente en las redes social al margen de los partidos políticos y los líderes sindicales. Como en tantos otros países, los perdedores de la globalización se enfrentan a las élites metropolitanas, cosmopolitas, ricas, europeístas.
Sólo que, a diferencia de muchos otros, los franceses son un pueblo insumiso, contestatario por naturaleza. A finales del siglo XVIII, sus antepasados tomaron la Bastilla y acabaron con la privilegios de la monarquía absolutista de Luis XVI en la Revolución Francesa. Hace cinco décadas protagonizaron el Mayo del 68, otro gran movimiento contra el establishment.
Están convencidos de que al manifestarse de manera determinada, si es necesario con violencia, pueden conseguir grandes logros en el plano político y social.