Eso parecen gritar gobernadores, alcaldes, campesinos, sindicatos y todos los sectores que tradicionalmente alzan la mano una vez al año para exigir su respectiva rebanada de recursos públicos.

Es en el presupuesto en donde, más allá de discursos, se palpan las prioridades de un Gobierno, y el presidente Andrés Manuel López Obrador hace su apuesta. Sin embargo, su margen de maniobra es por demás estrecho.

Su administración gastará casi seis billones de pesos, pero de entrada 1.7 billones son intocables, pues es gasto no programable que se destina a deuda pública y transferencias a entidades y municipios.

Si uno desmenuza las cosas, la cobija se encoje velozmente. Quedan 4.1 billones de pesos para el denominado gasto programable. De ahí la administración federal utiliza 2.5 billones de pesos para el gasto corriente, incluyendo sueldos de la burocracia, subsidios y gastos de operación. Y 877 mil millones para gastos de pensionados y jubilados.

Así, una tajada enorme de más de la mitad del pastel se reparte en el festín sólo para dejar las cosas funcionando como están.

Para gastos de inversión -lo que realmente nos hace crecer como país- incluyendo inversión física y financiera quedan poco más de 700 mil millones de pesos: una rebanadita de 12% del total del pastel presupuestario. Aquí se incluyen los principales proyectos anunciados: el controvertido Tren Maya (seis mil millones), caminos rurales para Oaxaca y Veracruz (2.9 mil millones) y el Programa Nacional de Reconstrucción (ocho mil millones).
Por ello, no todos los convidados a la fiesta están conformes. Cuando se trata de la asignación de recursos pocos celebran, ya que la cobija acaba por destapar a casi todo mundo.

El problema es que -a pesar del escaso margen de maniobra para cumplir- las promesas son ambiciosas: pacificar el país, un programa de salud al nivel de Suecia, terminar obras inconclusas y más recursos sociales que bajen directamente a beneficiarios. En suma, “transformar al país”.
Hay que añadir los desafíos internos y externos: México va a crecer entre 2.5 y 1.5% del PIB y las exportaciones no petroleras se van a desacelerar en 2019.

Por eso, el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa, hace la tarea del equilibrista. En sus palabras, va por una disciplina fiscal y un presupuesto basado en eficiencia y austeridad. Sin endeudar más al país y con un superávit primario de 1% del PIB.

El propio López Obrador reconoce la complejidad del problema y se queja que le heredaron un “toro viejo y reumático”.

No obstante, los métodos para obtener más recursos producen descontento y huelen a desesperación, incluyendo el recorte al campo, la anteriormente criticada venta de terrenos militares para que alcance para la Guardia Nacional y el despido masivo de trabajadores experimentados con el objetivo de forzar la “austeridad republicana” con métodos de presión que cualquiera desde la izquierda criticaría.

Sí, es más fácil ser oposición que Gobierno. Bienvenida, realidad.