Era mayo de 1979 y el presidente José López Portillo sorprendió a los asistentes a la reunión de despedida de Rodrigo Carazo, Presidente de Costa Rica, efectuada en Cancún.

“Me ha dicho usted algo que sabíamos y que no queríamos creer; el dramático, el repugnante ataque a los derechos humanos, el horrendo genocidio que se está cometiendo contra el pueblo nicaragüense (…) En este momento estoy instruyendo al canciller Jorge Castañeda para que rompa relaciones con Nicaragua”, según la crónica del periódico español El País.

La decisión no sólo fue sorpresiva, sino que causó impacto en la comunidad internacional y fue apoyada por la izquierda mexicana. La ruptura fue una postura que ayudó al triunfo de la revolución sandinista.

Seis años antes, el gobierno de Luis Echeverría había roto relaciones con el de Augusto Pinochet, procurando apegarse a la Doctrina Estrada, la cual establece que México no califica a los Gobiernos ni a priori ni a posteriori, sino que decide, sin calificar, si mantiene o no las relaciones.

En este caso, decidió romper las relaciones y otorgar asilo humanitario a los miembros de la Unidad Popular, perseguidos ferozmente por los pinochetistas.

Ésos son, tal vez, los ejemplos más representativos o conocidos del papel que México ha jugado ante los actos represivos de algunas dictaduras hacia su población. Pero se han dado otros casos, como la vez que rompió relaciones con República Dominicana, precisamente en defensa de Venezuela, cuando el también dictador Rafael Leónidas Trujillo se involucró en un plan para derrocar al Presidente venezolano. En esta ocasión, en agosto de 1960, el Gobierno mexicano se sumó a la decisión de la OEA de desconocer el gobierno del dominicano.

Cada caso ha sido diferente. Las relaciones internacionales no son blanco y negro. Tienen matices, y es ahí en donde se encuentra la oportunidad de tomar decisiones trascendentes en favor de la diplomacia mexicana o dejar una mancha.

Según algunos especialistas, la Doctrina Estrada no puede ser el pretexto para no condenar la violación a los derechos humanos de parte de otros Gobiernos hacia su pueblo. De ser así, no tendrían caso los acuerdos internacionales en la materia, que México sostiene con otras naciones y organismos internacionales, en donde, incluso, acepta la intervención, en nuestro país, de entes como la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos.

El caso de Venezuela no es tan simple. El tema del Grupo Lima-Venezuela podría enmarcarse en este supuesto, hay matices. El documento que México no firmó la semana pasada se refiere claramente a la forma de organizarse políticamente de una nación.

“Se insta a Maduro a no asumir la Presidencia y le transfiera temporalmente el poder a la Asamblea Nacional hasta que se realicen nuevas elecciones”, dice el pronunciamiento del grupo conformado por Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía.

#¿LoboEstásAhí?

El caso del Grupo Lima es una postura claramente intervencionista que contradice la política internacional del nuevo Gobierno mexicano. Pero eso no quiere decir que México no deba hacer nada. Puede tomar medidas más drásticas, como lo muestran los ejemplos anteriores: desde condenar la violación a los derechos humanos a amplios sectores de la población, hasta romper relaciones.

Pero no sucederá. El nuevo Gobierno ya decidió su sitio en la geografía política mundial.