Son pocos los estadios de Europa en los que resulta posible sentir que se está viviendo un partido de futbol en Sudamérica. Esa es la sensación, sin duda, cuando el Real Betis juega como local.
Basta con acercarse al barrio sevillano de Heliópolis (traducible del griego como “ciudad del sol”, nombre por demás certero dado el ardiente fervor bético), para escuchar un cántico que de alguna forma se las ingenia para sonar a doce tiempos, fiel al compás flamenco: “¡Nooooo. No hay titúlooooo. Más grande queeeee. Llevarte dentrooo, llevarte dentrooo, de mi corazóóóóón!”.
Apenas cuatro kilómetros, posibles de recorrer de sur a norte siguiendo el río Guadalquivir, dividen al estadio Benito Villamarín del feudo sevillista, el Sánchez Pizjuán.
Enemistad tan añeja que los primeros brotes de violencia en el futbol español, casi cien años atrás, pudieron ser ahí. Rivalidad que a menudo sale de proporción y control, llegando a límites autodestructivos y kafkianos: alguna vez el Sevilla marchaba último en la tabla y dejó de ganar un partido, acelerando su caída a segunda, para que el Betis también descendiera. Ese día el dialecto andaluz se usó con rabia en las gradas para gritar: “Ar infierno nos vamo y ar Beti nos llevamo”.
Como es habitual en varios derbis actuales (por ejemplo, Milán-Inter; o, de forma indirecta, Everton-Liverpool), en origen Sevilla y Betis pertenecieron a la misma institución. Eso cambió cuando un grupo de socios se separó del Sevilla, bajo el argumento de negarse al elitismo imperante para el registro de jugadores. Así se cultivó la noción de que el Betis vio la luz luego de que el hijo de un obrero fuera rechazado por el club sevillista.
Al paso del tiempo, el clasismo marcaría a esta rivalidad: los béticos como reivindicación de la clase obrera sevillana (de hecho, cuando el Betis viajaba a las ciudades industriales del norte español, era apoyado por multitudes de andaluces emigrados para trabajar) y el Sevilla como representación de los estratos más acomodados (tanto el empresariado local como el llamado “señorito andaluz”).
Cuando el odio estaba al máximo entre estas dos instituciones y el siniestro Manuel Ruíz de Lopera prohibía desde la presidencia bética que sus jugadores aparecieran en cualquier acto público junto a algún sevillista, la tragedia los unió. Fue en los funerales por la muerte del joven sevillista Antonio Puerta, cuando Lopera encabezó al plantel bético, repartiendo abrazos imposibles dos días antes.
Si algo se valora en el estadio Villamarín, más allá de una absoluta entrega que vaya acorde con la de la tribuna, es el futbol vistoso, con ornamento y filigrana, con el atrevimiento para conducir y driblar, tan presentes en el estilo de Diego Lainez.
Ante el río más cantado y llorado, ante el Guadalquivir alguna vez llamado Betis o Baetis, en esa tierra que aplaude a doce tiempos, el ya ex americanista busca demostrar que el brillante futuro augurado ya es presente.
Twitter/albertolati