A mis 73 años me he vuelto a enamorar. Estoy tumbado en la cama pensando en ella, sólo en ella.
Su silueta continúa joven o así me lo parece. Es tan voluptuosa como hace 30 años.
Sus ojos siguen siendo tan cafés como cuando la conocí hace mucho tiempo. Le siguen colgando los mechones de su pelo. Parecen lianas por donde se cuelgan mis dedos deshaciéndose en caricias.
Apenas le han salido arrugas en su cara, y su lunar, sí, aquel lunar que me enloqueció cuando la conocí, continúa asomándose con la misma picardía con la que fue engendrado.
Sus piernas son largas y firmes. Parecen dos caminos inacabables que conducen a la pasión de lo prohibido.
Sigo pensando en ella, en la tranquilidad de mis canas, mientras pienso en los planes inmediatos. Vamos a ponernos las zapatillas y nos vamos a ir a correr 20 kilómetros por los paseos de la imaginación, ésos que permiten correr, y correr y seguir corriendo. Que sólo se detiene cuando dejas de soñar.
Estoy ágil. Tengo vida. Corro y corro con ella, y no dejo de hacerlo. Los obstáculos que vemos por los caminos los driblamos con gracilidad; saltamos por encima de ellos sin mirar atrás, sin nunca hacerlo.
La mujer de la que me he vuelto a enamorar –a la que en el fondo siempre amé– me pide que tomemos un avión y vayamos a los puntos más lejanos de la Tierra, allá incluso donde no existen aeropuertos para aterrizar. Entonces miramos en un mapamundi y pensamos en Nueva Zelanda, y Tasmania, y Australia, y también en Nueva Caledonia y en Wake Island en el Pacífico, donde la lejanía o cercanía están divididas entre la noche y el día; y entonces queremos tomar un avión sin horas donde éstas se confunden y bailan entre ellas hasta que no pueden más al verse tan lejos de Madrid y de sus antípodas y de las antípodas de sus antípodas.
Veinte, treinta, treinta y cinco horas dentro de un avión. Eso no es nada cuando lo que mueve es el amor desenfrenado de la tardía juventud. A pesar de mi edad, sigo pensando como cuando tenía 20 años, con la misma pasión, con la misma intensidad; porque mi cabeza no se ha hecho mayor -en realidad jamás se hizo-, y por eso quiero viajar con ella, al lado de ella, pensando en ella, bebiéndome la vida a borbotones con ella. Porque la amo y porque soy joven.
Me incorporo de la cama y de repente me duele todo. La espalda se ha convertido en mi verdugo, tengo mareos porque mi vista está demasiado cansada; no oigo bien, y siempre pido que me repitan las frases. Renqueando llego a la cocina y renqueando también me tomo la medicación que me pauta mi médico Fernando Casals, ese doctor al que tanto veneramos.
Una pastilla roja para la hipertensión, dos verdes para los riñones que funcionan a medio gas, una azul para el corazón por el susto que me dio el año pasado, una más morada para el colesterol. Además, tengo varias multicolor que hacen de multivitamínico y una más para conciliar el sueño. Y todo lo hago para vivir más, para que vivamos más. Pero ¿qué quiere decir eso? Lo que he vivido ha sido con intensidad. Sin embargo, queremos más, mucho más para no darle nunca forma a la muerte.
Vuelvo a mi ser. Lo que vivo es trágico. A mis 73 años pienso como un joven de 20, quiero tener 20, pero ya no los tengo. Ya no se puede. No puedo ni correr los 20 kilómetros que quería. Tampoco puedo viajar a Nueva Zelanda o a Wake Island. No tengo fuerza. Por eso no me queda más remedio que aceptarlo y darle a mi “tragedia” un poco de serenidad. Eso es lo que me falta, serenidad porque el amor de mi amada sigue estando ahí, continúa intacto. Por eso, lo demás es lo de menos, aunque no tenga 20.