La posteridad no dudará en señalar a esta era del tenis como la clásica: todo lo que pasó antes (perdón Fred Perry, perdón Rod Laver, perdón Björn Borg, perdón Pete Sampras, perdón a tantos) mero preámbulo de la genuina gloria; todo lo que sea después, incapaz de rivalizar con esta trinidad: en el nombre de Roger, de Rafa, del Nole santo, por los siglos de los siglos, amén.

Como si de la Atenas del 450 a.C. se tratara, el Partenón del tenis lo han construido ellos tres: con lo que representan en valores e ideales, en ética y estética, en camino y destino, en mente y cuerpo, en hambre y calidad, cual clásicos siempre serán cumbre de una civilización y molde inalcanzable para aquellos que pretendan seguir su estela, quien quiera definir lo perfecto habrá de asomarse a su época.

Han coincidido en el tiempo los tres máximos ganadores de Grand Slam, acaparando los títulos como nunca sucedió. 42 trofeos grandes que equivalen a diez años y medio de total hegemonía, tres raquetas convertidas en yugo para el común de quienes osaron desafiarlos, seres mitológicos con sus parcelas bien establecidas; si en la cosmogonía helena Poseidón se ocupaba de los mares, Zeus del cielo y Hades del inframundo, en la de la raqueta la hierba de Wimbledon es de Federer, la arcilla de Roland Garros es de Nadal y la pista dura de Melbourne pertenece a Djokovic, con el US Open como sitio mixto en esta batalla a tres espadas.

Hasta antes de ellos, sólo cinco tenistas se habían coronado en los cuatro grandes, cifra que han elevado a ocho, con el valor agregado de lograrlo como contemporáneos.

¿Hasta cuándo y hasta dónde? Luego de los últimos nueve Grand Slams, repartidos a partes iguales entre tres veteranos que parecían ya destinados a simples giras del adiós, a saltar a la cancha a escuchar ovaciones nostálgicas y ver videos de sus remotos remates, a caer exhaustos ante piernas quince o hasta veinte años menores, puede pensarse que hasta que así lo quieran.

Nadie de la generación inmediatamente posterior a ellos les pudo quitar más que certámenes ocasionales, nadie de la generación siguiente luce hoy capacitado para la triple gesta. Nadal tuvo el periplo más plácido e incontestable hasta la final australiana, donde fue barrido por Nole. Djokovic, a su vez con ligeros momentos de duda en las rondas previas, recogió la copa fresco como si terminara de entrenar: no es que el serbio juegue ahora como en sus mejores tiempos, es que sus mejores tiempos son ahora (parecido a lo que pudo decirse de Rafa tras el Abierto francés 2018 o de Roger tras el Wimbledon de 2017).

Puestos al ninguneo o a la terquedad de que todo pasado fue más meritorio, habrá quien diga que esta trinidad reina porque en su era no ha hallado mayor oposición. Yo me atrevo a voltear la especulación: su oposición ha sido tan desafortunada por coincidir con ellos, que hubiera levantado muchos títulos más unos años atrás.

Twitter/albertolati

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