Fueron 13 días donde los españoles contuvimos el aliento. Nos aferramos al milagro de la vida, a los ocho ángeles en forma de mineros que iban al rescate del pequeño Julen.
La montaña mandaba. En sus entrañas había tierra, piedra, roca, agua. Todo eso, y también Julen. Porque se lo tragó por un descuido y ya no quiso devolverlo. Y mientras tanto toda España se dio las manos en el abrazo eterno por el deseo irrefrenable de encontrarle con vida.
No fue así. La caída a 70 metros fue mortal. Las múltiples heridas y contusiones no eran compatibles con la vida. Se trató de una caída libre hasta lo más profundo del pozo, allá donde la luz se difumina con la oscuridad y el aire desaparece.
En su caída chocó contra las angostas paredes y arrancó sin querer piedras y arena que le sepultaron. Aquel ángel quedó enterrado a 70 metros en la soledad de la muerte, en un camino oscuro que le condujo al infinito de la luz.
Fue un rescate tan heroico como titánico. Los ocho mineros se aferraban en encontrarle a la brevedad, realizando microvoladuras a las inexpugnables rocas con las que se toparon.
Primero hicieron un pozo paralelo de 70 metros. Luego llegaría lo más difícil. Cavaron otro pozo horizontal de cuatro metros hasta llegar a él.
Ahí estaba el pequeño. Su cuerpo esperaba. Su alma ya se había ido. Pero los mineros siguieron cavando sin descanso con todas las herramientas posibles, casi con las manos, en una lucha contra el tiempo, al que nunca se le puede vencer.
Hoy, el pequeño Julen descansa para siempre, allá donde todos llegaremos cuando el Señor o el tiempo lo disponga. Mientras tanto sus padres, el pueblo de Totalán en Málaga, toda España continúa llorando, pensando que tal vez se habría producido un milagro.