La tolerancia a los errores del nuevo Gobierno tiene diferentes niveles. Algunos parecen no causar estragos y otros pasan factura inmediata.
Hay decisiones negativas graves, pero que tienen consecuencias a más largo plazo. Como la cancelación del aeropuerto de Texcoco, que si bien implicó un impacto cambiario, tendrá los efectos más perniciosos dentro de cuatro o cinco años.
La interrupción del suministro de combustibles tuvo un efecto inmediato que dejará huella en las economías regional y nacional, pero no será al final un asunto de consecuencias estructurales.
Pero cuando se trata de asuntos fiscales, ahí sí vale la pena andarse con cuidado.
Más allá del Tren Maya y lo que éste implica como un legado faraónico de su gobierno, si hay algo que le importa al presidente Andrés Manuel López Obrador es el sector energético. Desde su muy particular punto de vista, digamos vintage, lo que ocurra especialmente con el petróleo será su herencia.
Y como en el caso del aeropuerto, hay una discrepancia entre lo que ven los mercados, los expertos, los analistas, los empresarios y el Presidente.
Construir hoy una refinería, en una ubicación inapropiada, para producir productos de baja rentabilidad y desde una empresa con serios problemas financieros es una mala idea. Pero no para el Presidente.
Por eso cuando hay consecuencias prácticas de estas malas decisiones, como la degradación crediticia que acaba de aplicar Fitch Ratings, hay una reacción encolerizada.
Para dar oxígeno a Petróleos Mexicanos, el Gobierno federal prometió presentar esta semana una nueva estrategia fiscal con el fin de liberar recursos a la petrolera para que pueda gastar en los proyectos prioritarios para el Presidente.
Es aquí donde hay que aplicar lo dicho: con los asuntos fiscales no se juega.
La única forma sana de poder reducir la carga fiscal de Pemex, para que pague impuestos como cualquier empresa petrolera normal, es compensando la caída de ese ingreso fiscal con una mejor recaudación tributaria.
No es cargando más impuestos a los contribuyentes de costumbre. Es eliminando las exenciones del Impuesto al Valor Agregado e incorporando a los evasores de todos los tamaños al redil del pago de las contribuciones. Es fomentando el pago de impuestos locales.
Sólo que una reforma fiscal de estas características será ideal, pero altamente neoliberal para los estándares discursivos de los que ahora gobiernan. Por lo tanto, imposible.
Reducir el gasto público puede provocar menos reacciones sociales, pero correría en contra de la larga lista de deseos presupuestales de este Gobierno.
Y decir que con los ahorros por el combate a la corrupción y ahora del huachicol se puede dejar más dinero a la petrolera es el camino perfecto a cometer un error terrible con las finanzas públicas.
Las huelgas de Matamoros, los bloqueos de Michoacán, el desabasto de Jalisco y Guanajuato, el aeropuerto de Texcoco, en fin, hay muchas cosas que se hubieran podido evitar y que se han dejado correr en contra de la estabilidad de este país.
Un boquete fiscal para dar la impresión de que Pemex es una empresa sana, le costaría la calificación a la deuda nacional y sería una puerta inevitable hacia una crisis.
LEG