Si han regresado a la arena sociopolítica los extremismos, los discursos de odio, la polarización basada en radicales y absolutos, parecía inevitable el retorno también del hooliganismo y los grupos ultras en el futbol.
En los primeros dosmiles, sólo asumir la presidencia del FC Barcelona, Joan Laporta tomó una decisión que sería tan relevante como priorizar cierto tipo de juego con Frank Rijkaard en la banca y Ronaldinho en la cancha: echar del estadio a los llamados Boixos Nois. Un bloque tan violento que tenía antecedentes de asesinatos y apuñalamientos, con la pasión barcelonista como el más vil pretexto.
Laporta no sólo les retiró los apoyos tan habituales para los ultras en aquella época, como pagar su traslado, obsequiarles boletos para una reventa que les diera recursos, prestarles un sitio del estadio para que almacenaran su material incluidos bates de beisbol. El directivo además les prohibió el acceso a un Camp Nou habituado por décadas a dejarlos hacer como les placiera.
Pronto el Real Madrid, ya con Florentino Pérez al mando, siguió similar camino, aunque con algunos ires y venires en su relación con los otrora intocables Ultras Sur.
Si consideramos que al mismo tiempo las ligas inglesa y alemana, convirtieron sus escenarios en sitios familiares, donde al fin el aficionado se sentía protegido, llegamos a conjugar el hooliganismo casi en pasado. La Copa del Mundo 2006 proyectó esa nueva actitud que lucía como la victoria definitiva de los pacíficos sobre los rijosos: pese a realizarse en el corazón de Europa, con el fácil acceso por diversas vías a territorio germano, transcurrió en armonía –algo que en los precedentes europeos, como Francia 1998 o Italia 1990, no hubiera podido presumirse.
Por supuesto, los episodios violentos no se erradicaron del todo en el occidente europeo (lo del otro lado del continente, es tema distinto), aunque con las riñas cada vez más limitadas al exterior del estadio y aparentemente despojadas del elemento racista-sectarista que tanto daño a hecho a este deporte.
Así llegamos a estos días, en los que la suástica vuelve a ser ondeada y pintada, en los que los extremismos políticos retoman fuerza, en los que ante todo lo que luzca o suene diferente se emprende una persecusión. Que justo ahora reaparezcan esos Boixos Nois en una noche de Champions en una ciudad francesa, es consecuencia.
Si el promedio de edad de los Boixos que irrumpieron en Lyon es de unos 24 años, entonces se trata de una camada del todo nueva, pues ninguno de ellos estaba cuando se les cerró el Camp Nou en 2003.
Eso, precisamente, es lo preocupante. Aunque visto el contexto mundial de intolerancia y ataque hacia quien no se concibe como un igual, nada de que extrañarnos.
Twitter/albertolati