Hace algunos años cuando el PRI era el PRI, el de a de veras, no las malas copias de hoy, Vicente Leñero, el histórico subdirector de aquella revista Proceso, sostenía –o al menos eso entendió el escribidor— que uno de los principales problemas de los lectores de la prensa mexicana es que leían lo que necesitaban leer, que eran fanáticos de quienes opinaban igual que ellos, que necesitaban reforzar sus creencias en las opiniones de los demás, que requerían de análisis que respaldaran sus creencias ideológicas.

“Necesitas que alguien te diga cómo pensar, ¿verdad, cabrón?”, espetaba sin miramiento alguno. Y añadía: “Piénsale por ti mismo”. Era el mismo que a los reporteros recomendaba como parte esencial de su trabajo: “No le pienses; chíngale”. Y no, no había contradicción alguna.

Cierto: había que chingarle y no pensarle; generalmente pensarle impide chingarle. Y no, no se trata, como se ha querido hacer creer, de que los reporteros, los recolectores de la información, sean robots. No, de ninguna manera: se trata de que esos reporteros recolecten y difundan información sin prejuicio alguno. Esto es la esencia del periodismo informativo. La del periodismo de opinión es otra: la interpretación, la prevención, el análisis, la aceptación o la descalificación… basada casi siempre en la información recolectada y difundida por los reporteros.

Vamos, de una vez por todas, a marcar la diferencia aquí: usted está leyendo ahora una columna de opinión, libre y arbitraria de un escribidor, que teóricamente deberá sustentar sus comentarios en un hecho informativo. En otras palabras: éste, el que usted está leyendo, es un texto de opinión, no de información. Es decir, hay dos tipos de géneros periodísticos: los informativos y los de opinión. Aquí no se da gato por liebre.

No es un debate del momento. En el siglo XIX, hace casi 200 años, los teóricos ingleses del momento decían que las opiniones son libres, pero los hechos son sagrados. Pero ese apotegma existe desde hacía cientos, miles, de años.

Entre los géneros periodísticos, que se enseñan a nivel universitario, está el de la entrevista. Unos teóricos sostienen que es un género informativo; otros, que es un género de opinión y, unos más, que es un género híbrido. Se sabe desde hace algunas décadas, de acuerdo con el periodista oaxaqueño Aurelio Ramos, que el periodismo no es una ciencia exacta. El escribidor, egresado de una escuela universitaria de periodismo, cree que ni siquiera es ciencia, pero en fin. Sólo de trata, con base en la teoría, de contextualizar el hecho.

Veamos.

Desde el punto de vista del entrevistado, del personaje, la entrevista es un género de opinión. En ella se difundirán sus opiniones, creencias, especulaciones, análisis, contenidos en sus respuestas.

Pero no lo es para el entrevistador, obligado a conocer y dar a conocer las opiniones, creencias, especulaciones, análisis y, si se quiere, tonterías del entrevistado, para que el lector -y ahora televidente, radioescucha o internauta— “conozca” a ese entrevistado, lo valore y se forme un juicio o muchos sobre él, que a la postre le permitirán una posición frente a ese personaje; esas opiniones, esas creencias lo mostrarán, lo exhibirán. La obligación del entrevistador, del reportero, es informar.

Al entrevistado, unos le creerán y lo celebrarán; otros, también le creerán y lo detestarán. Ambos reclamarán la “razón”: de eso se tratan las modernas y las viejas democracias y las libertades de expresión y de pensamiento.

Así, los reporteros reales, los que hacen periodismo, no pueden, no deben perder el origen y la razón de su labor: informar, no ser ellos la noticia. Y en el caso de la entrevista, como género, saber y respetar que el entrevistado -cualquiera que sea, generalmente escogido por el propio reportero o por su medio de información- y sus respuestas tendrán (sí, verbo imperativo) que ser la noticia… no las preguntas por muy sesudas, importantes, provocadoras, agresivas, soberbias que sean del entrevistador. La nota, dicen los reporteros de a de veras, es el entrevistado.

Iniciar una entrevista con: “¿Estoy entrevistando a un Presidente o a un dictador?” no es pregunta; es un insulto provocador por más que el entrevistado sea un dictador; es el protagonismo de alguien que se dice periodista, de quien busca ser víctima, de un presunto valiente, de la antítesis de la información, fin primario y final del periodismo.

Vicente Leñero –ingeniero, novelista, dramaturgo, crítico, periodista— tenía muy clara la división entre el periodismo informativo y el periodismo de opinión, ésa que hoy vale madres (ni modo, así se dice ahora) y que ha llevado al periodismo al desprestigio absoluto en México y en el mundo.

Desprestigio ganado a pulso.

La diferencia parece nimia, pero es esencial. No es lo mismo informar que opinar. Visionario y demócrata, Leñero creía que, en el caso de las opiniones, se debía leer al contrario, al que pensaba diferente para, simplemente, saber, comparar y decidir.

Pero, en el caso de la información era intransigente: todos deberíamos saber lo mismo, para poder formar una opinión según las creencias de cada quien. Y ésa es la labor de los reporteros, los de a de veras: informar sin prejuicio ni condicionante alguno. La información forma opinión, y para ello se necesita el dato duro, concreto, no la demagogia del activismo vulgar.

Y para ello es necesario entrevistar al mismo diablo, pero para conocer su visión del mundo, sus opiniones, sus especulaciones, sus respuestas, sus acciones, no para condenarlo al infierno en el que él ya manda.