Como todo gran imperio que se desplome intempestivamente, el gran Real Madrid tricampeón de Europa cayó por autodestrucción.
Dead Man Walking, como se llamara aquella película en la que Sean Penn protagonizaba a un condenado a muerte, la inmolación comenzó cuando se pensó reemplazable a Cristiano Ronaldo y continuó cuando ni siquiera se intentó reemplazarle.
Estoico, sumiso o ciego ante su fatalidad, el equipo merengue aceleró su andar hacia el paredón cuando no quiso escuchar a uno de los hombres más importantes en su historia, Zinedine Zidane, él sí consciente de las alarmas que en ese plantel sonaban, y puso semblante resignado frente a su partida.
Todos quieren venir al Madrid, se jactó Florentino Pérez, sorprendido después al notar que ni era fácil conseguir delanteros de élite, ni hacer llegar a un entrenador de primer nivel. ¿Neymar o siquiera Lewandowski? Nada. ¿Klopp o Pochettino? Menos.
Así que desde el verano que antecedió a la temporada, ya era tarde para todo. Para tapar la hemorragia por la venta del máximo goleador en la historia del club. Para convencer a alguien competente de que se sentara en ese banquillo. Para una transición sana y en las alturas. Tarde para todo, menos para confiar en que pasara todo lo que, si no había pasado por tantos años, no tenía por qué pasar a partir de entonces: que Gareth Bale se convirtiera en la figura rectora del proyecto, que Marco Asensio dejara de ser promesa, que Karim Benzema anotara la cifra de goles que no suele anotar.
Esperanzas tan débiles como las del sentenciado que camina a la silla eléctrica pensando que el juez recapacitará.
Es difícil interrumpir un proceso de descomposición cuando ha sido el propio organismo el que ha decidido desatarlo. Requiriendo todo, por qué no, los blancos agradaron su venda en los ojos y compraron lo único que les sobraba que era portero.
Puesto a dinamitarlo todo, el Madrid hizo estallar a la selección española a horas de su debut en el Mundial, con el burdo anuncio de la llegada de Julen Lopetegui. Así inició la campaña del adiós a la gloria, con el dinero enfocado en remodelar el estadio o en convencer a jeques que necesitan todo menos dinero de que dejaran emigrar a Mbappé o Neymar.
Cuando el altavoz del Bernabéu ya hacía sonar aquello de “niños y mujeres primero”, cuando era espeluznante el naufragio en la liga, la autodestrucción llegó a su punto final: Sergio Ramos haciéndose amonestar en Ámsterdam, suponiendo que su ausencia no importaría en la vuelta y, no conforme con ese arranque de suficiencia, confesándolo.
Ya no quedaba nada, o sí: perder dos veces seguidas en casa con Barcelona y ser arrastrado por unos juveniles holandeses en el Bernabéu.
Algún mensaje debimos leer en las nubes de Kiev, cuando el Madrid celebraba su título europeo más fortuito. Quizá decía, este equipo se autodestruirá en unas semanas.
Las cenizas las recogió este martes el Ajax.
Twitter/albertolati