Fenómeno incluso más viejo que el futbol mismo, convocar a naturalizados a la selección puede ser debatible (ahora, lo ha criticado Diego Armando Maradona), aunque a la vez resulta inevitable y, como veremos, más añejo de lo que se pueda imaginar.
Basta con mirar hacia los Olímpicos de la antigua civilización griega para encontrar casos de atletas que cambiaron de ciudad-estado de una edición a la siguiente. Por ejemplo, en el año 420 a.C. el mejor competidor en la carrera de carrozas, llamado Lichas, representó a Beocia y no a su natal Esparta. El motivo, que Esparta estaba inhabilitada por violar la Tregua Olímpica (atacó a Lepreon en días de paz exigida) y Lichas no quería dejar de participar.
Así que esa circunstancia, atribuida a la modernidad y a un supuesto fin del amor a la patria, ya sucedía desde al menos dos milenios y medio atrás.
Lo mismo, cuando la Copa del Mundo nació. Rumbo al Mundial de 1934, el equipo italiano se fortaleció con cinco argentinos subcampeones en Uruguay 1930, bajo la excusa de que sus antepasados habían emigrado de Italia. Ante toda crítica, el seleccionador Vittorio Pozzo aseveró, “si pueden morir por el país, pueden jugar para el país”, aludiendo a la ley que autorizaba reclutar militares descendientes de italianos.
Sin embargo, no sería un asunto exclusivo de regímenes fascistas. Para Brasil 50, la selección estadounidense integró a tres jugadores naturalizados tan rápido, que se hizo en contra de su propia legislación.
Hasta entonces, el futbol se había habituado a dos tipos de naturalización: por ascendencia y por migración no vinculada al futbol (es decir, quien llegó al país por mero flujo migratorio). Eso cambió cuando España recurrió a los cracks que triunfaban en sus clubes: el argentino Alfredo Di Stéfano, los húngaros Ladislao Kubala y Ferenc Puskas, el uruguayo José Emilio Santamaría, el paraguayo Eulogio Martínez.
A ese tipo de naturalizados es al que se sumó el equipo mexicano en tiempos recientes. Sinha, Gabriel Caballero, Guille Franco, Matías Vuoso, Leandro Augusto, Chaco Giménez, vistieron el uniforme tricolor tras haber sido importados para jugar y, sobre todo, tras haberse integrado con profundos vínculos afectivos a nuestra sociedad.
Lo mismo han hecho naciones tan futboleras como Alemania e Italia, así como culturas tan particulares como la japonesa y la turca (en ese último caso, el brasileño Marco Aurelio Brito se cambió el nombre a Mehmet Aurelio).
Así que puede ser discutible desde el ángulo de cada cual, pero es una práctica inevitable y, sobre todo, más vieja que el mismísimo futbol. En el fondo, Pozzo no mentía en su perorata fascista: si pueden ser soldados, por qué no podrían portar la casaca nacional.
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