Ni gritos de niños y mujeres primero, ni manos encimadas en el timón buscando evitar el naufragio, ni cubetas luchando por sacar milímetro por milímetro el agua que inundaba la proa: Veracruz ha descendido como mero trámite burocrático, conforme con contemplar de brazos cruzados cómo era devorado por la tempestad.

Sin necesidad de defender en la cancha lo que era accesible con dinero, los Tiburones Rojos han protagonizado desde su hamaca un teatro del absurdo. Si por algo han sido el club más prematuramente descendido, ha sido porque no había necesidad de ofrendar pelea o mayor tenacidad: ¿comprar refuerzos?, ¿apegarse a un proyecto ambicioso?, ¿buscar futbolistas idóneos para cargar con esa presión?, ¿convocar a la afición a hacer su parte?, ¿golpearse con autocrítica admitiendo cuánto (tanto, tantísimo) se hizo mal?

Nada, apenas la dignidad del portero adolescente Sebastián Jurado como recordatorio de lo que perder la categoría representa o, en el mundo normal, ha de representar: el peor trauma para toda persona vinculada al futbol, pérdida definitiva de beneficios.

En cualquier latitud se podrá relatar con heroísmo la forma en que descendió algún equipo, aferradas sus uñas a la vida hasta el último instante, dispuesto a sólo morir matando, respirando desde el más guerrero instinto de subsistencia, honrando el sentido de la competencia, aplaudido por llorosas gradas una vez que el árbitro pitó y la epopeya no bastó. En voz de Saúl Hernández, que justo ha vuelto con Caifanes, en modo “Antes de que nos olviden, haremos historia, no andaremos de rodillas, el alma no tiene la culpa, rasgaremos paredes”. No es ni remotamente el caso del Veracruz, incomprensible actitud en la cultura más cálida y entregada del país, como es la jarocha.

Por si los directivos se preguntaban por lo que pasa cuando se permite comprar la permanencia al recién descendido, ahí tienen la más hueca nada. Aunque ahora se dirá que no es seguro que Veracruz pague la penalización necesaria, basta con hacer un par de sumas para concluir que lo contrario sería tan absurdo como el reglamento que lo permite: si paga 6 millones de dólares, la franquicia valdrá más de 20; si no los paga, se irá a unos 3 ó 4.

El descenso cumple un rol parecido al que desempeña el fuera de lugar en la cancha: el imprescindible movimiento de ir y venir. Sin descenso sólo queda una razón adicional para llevar al límite un esfuerzo: el amor al aficionado, algo que no existe en la directiva de este cuadro veracruzano y acaso tampoco en otros más de nuestra burda primera división.

¿Pelear? La ley del mínimo esfuerzo dicta que nada más se pelea cuando es necesario. ¿O sacarían agua de proa con cubetas y encimarían sus manos sobre el timón, si el naufragio sólo fuera una simulación?

Twitter/albertolati

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