Si su país, la vida, la realidad, fueran distintas, jamás habrían partido. Pocos quieren marcharse, pero las circunstancias no dan espacio para soñar y mucho menos vivir.
En el rostro y caminar precavido de los centroamericanos que ingresan a México para huir de la violencia, la falta de empleo y la escasez de vida, es notorio que los hechos no cambiaron y posiblemente nunca lo harán. Ellos lo saben, se les nota.
Cuando el modo de vida aún es soportable, son los padres o madres quienes deciden emprender el viaje solos para darles una vida mejor a los que se quedan, sus hijos. La separación, están conscientes, es un mal necesario que permite a los suyos estar “seguros”.
Aquí o allá, sea el rincón del país o del mundo que sea, lo ilógico supera a lo “racional”. Los gobiernos, las ciudades, las personas, han sido superadas.
Las cientos, miles, millones de imágenes que a diario se ven de infantes caminando junto o en los brazos de sus progenitores, con los más de 30 grados de temperatura tras de sí, lo dicen todo. La necesidad es más grande que lo inimaginable, se dicen silenciosamente todos quienes tienen la desdicha de apreciar esto.
De la mano de sus dos pequeños hijos bajo el cobijo de un viejo paraguas naranja, que poco puede hacer por ellos ante los potente la rayos del sol, Nora Cerón, originaria de Honduras, aseguró que decidió salir de su país por lo insostenible que es pagar un servicio básico, el suministro de energía eléctrica.
“Venimos 10 de miembros de mi familia y pues salimos por la delincuencia, la economía y lo de la energía más que todo, porque es un golpe horrible lo que ha dado el presidente Juan Orlando Hernández”, señala, mientras unos migrantes que van pasando gritan “que se muera Juan Orlando”.
Detalló que hace tiempo ellos pagaban 300 lempiras (230.41 pesos mexicanos al tipo de cambio hoy) por la energía eléctrica en su hogar. Últimamente afirma, les llegaron recibos hasta por siete mil lempiras (cinco mil 376. 25 pesos mexicanos). Para la mayoría de personas sean del país que sean, pagar tal cantidad es casi imposible.
Al escuchar la angustia de su madre decir esto, la pequeña de aproximadamente cinco años de edad, sólo puede mirarla con curiosidad, aún no sabe por qué esa cantidad es la causante de que ella y su familia hayan caminado más de tres días. Posiblemente, algún día ella entenderá. Lo hará.
“Todo lo que ganábamos se nos iba para pagar la luz e impuestos. Yo ganaba cuatro mil lempiras al mes (tres mil 72.14 pesos mexicanos), yo tenía que hacer venta de jugos naturales y pan para poder sacar a mis hijos adelante”, dice.
Los menores de edad, desde bebés de cuatro meses, como el pequeño con el mameluco de algodón gris, hasta el adolescente como el hijo de Óscar quien padece diabetes, todos sin distinción, algunos sin saberlo, persiguen el famoso sueño americano, una vida digna que se les negó a sus padres y también a ellos.
“Todos se viene para acá porque allá ya no se puede vivir. Yo vengo con mi esposa y mis dos hijos, vamos para Estados Unidos a buscar una mejor vida”, señala el migrante hondureño Óscar, quien afirmó que las 900 lempiras (688. 60 pesos mexicanos) que ganaba mensualmente, solo le alcanzaban para las medicinas de su hijo.
El hijo de Óscar de aspecto demacrado por su enfermedad, en ningún instante deja de tocar el hombro de su padre, en un gesto de apoyo. Porque aunque jóvenes e infantiles, los menores de la caravana migrante, saben sin desearlo muchas veces, como dar ánimos a los mayores.
Entre el cansancio, la deshidratación y la incertidumbre, las sonrisas, risas, juegos y voces de los más pequeños, son sin duda, alientos de esperanza para continuar la marcha. El camino aún es largo.
“Los que estén dispuestos a venirse, es riesgoso, pero Dios los va a compensar, vamos a lograr nuestros sueños”, afirma Nora.
jhs