Hay dos clases de personas: las que aceptan verdades absolutas -y lo saben- y las que aceptan verdades absolutas -y no lo saben-. En nuestro mundo plural, ser neutral es insostenible, es como pretender una discusión sobre religiones comparadas sin poder compararlas. Las convicciones se dialogan, se discuten, se analizan, se matizan y, desde luego, se asumen o rechazan.
La tolerancia no es una actitud de simple neutralidad o de indiferencia, sino una disposición a admitir y respetar en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la nuestra. Sin embargo, esta posición cobra sentido cuando se opone a su límite, que es lo intolerable: todos sabemos que hay cosas como el robo, la violación o los asesinatos, que tolerarlas sería una degradación.
A pesar de que el concepto de bien y de mal sea relativo para muchas personas, suele suceder que la gente más intolerante es la que no tiene convicciones en absoluto. ¿Quién permitiría al director de una escuela tolerar a un profesor que abusa sexualmente de sus alumnos? Hay comportamientos que exigen “tolerancia cero”, porque lo que está en juego son precisamente valores innegociables, derechos humanos fundamentales, la sana aplicación de la máxima universal de obrar el bien y evitar el mal.
El pluralismo es positivo y ser tolerante implica tener la capacidad de escuchar otros puntos de vista y enriquecerse de ellos. Es más tolerante quien es capaz de comprender mejor: apertura al diálogo y convicciones firmes. John Henry Newman decía que las falsas creencias pueden refutarse con argumentos, pero las verdaderas creencias las hacen desaparecer.
Todas las personas tienen el mismo valor y dignidad. La Iglesia acoge a todo el mundo, y ha sido un destacado defensor de la igualdad y los derechos: del anciano, el no nacido, el inmigrante, la mujer, el homosexual, y no por eso deja de proponer a cada uno su exigente camino de realización personal.
Jesús se dedicó a los excluidos de su pueblo y a los extranjeros. Con sus manos bendijo a los endemoniados y a los niños. No tuvo problema de ir a la casa de Mateo, deshonrado por ser ladrón publicano, ni de dialogar y escuchar las peticiones de los leprosos. Sabía que tenía el apodo de comilón y bebedor porque estaba con ellos. Recorrió Galilea con ignorantes y pescadores que no sabían leer, se dejó tocar por mujeres de mala fama, se compadeció de locos y pecadores. Así, Jesús no hizo distinciones al momento de transmitirles el amor del Padre, se acercó y compartió con ellos su vida. El cristianismo auténtico tiene un componente integrador e incluyente extraordinario.
Desde la cosmovisión de la fe católica, la tolerancia no es suficiente, es necesaria la inclusión que honra tanto la legítima diferencia como la igual dignidad intrínseca de cada persona. Necesitamos una actitud de apertura a la inefable originalidad de los otros. Y esto implica el conocimiento profundo de cada uno, no como una posibilidad de selección o descarte, sino como una oportunidad de una experiencia genuina, un enriquecimiento mutuo en el cual las distintas identidades se expresan, se reflejan y se complementan en el camino hacia el descubrimiento y la realización de la verdad de cada uno.
Para construir juntos es necesario el diálogo honesto intercultural, horizontal, no hegemónico. La inclusión de la diversidad es una cualidad de una sociedad verdaderamente humana, es la acogida u hospitalidad, entendida como una invitación a conocer y reconocer el valor innegociable de cada persona y contribuir a sacar su mejor versión. El desafío de la inclusión social es el camino para ser más humanos, más plenos, más hombres y mujeres.
Directora de Comunicación de la Arquidiócesis de México.