Disputar más de 800 partidos con el mismo uniforme y desarrollar una carrera completa en el mismo club, ya suponen una rareza para el futbol actual.
Sin embargo, aquel Celtic de los años sesenta, en el que el capitán era el esta semana fallecido Billy McNeill, tenía un ingrediente adicional. Para vestuarios que hoy equivalen a una Torre de Babel, donde se hablan más de diez idiomas y comparten sin entenderse muchachos que provienen de todo rincón del planeta, es incomprensible un equipo cuyos integrantes nacieron en un diámetro menor a cincuenta kilómetros respecto al estadio.
Es decir, aquel Celtic de Glasgow, primer club británico en conquistar la Copa de Campeones de Europa (y, por ende, McNeill el primer capitán británico en recibir el trofeo), no se limitaba a puros muchachos del Reino Unido o incluso de Escocia, sino que consistía casi en puros vecinos. De vuelta de Lisboa, donde fue aquella final en la que derrotaron al Inter conducido por Helenio Herrera, los jugadores procuraron que el autobús del festejo los acercara al barrio de cada cual: todos los aficionados que asistían jubilosos podían presumir de conocer íntimamente a más de un campeón.
Hermanados por la procedencia, por la religión católica que distinguía a ese Celtic aún más en tiempos tan convulsos del Ejército Revolucionario Irlandés y por la filosofía futbolística de Jock Stein, quien dirigió en divisiones menores a muchos (empezando por McNeill) de los que después llevaría a la cima europea en 1967 –cuenta la anécdota que, sólo descubrirlo, Stein pidió permiso a la madre de McNeill para darle una especie de coscorrón en caso de que se comportara mal.
Todo eso hace tan particular a McNeill y por ello la sensación de que su muerte es también la de un futbol que se aleja años luz en el retrovisor. No sólo el apego a la tradición de la ciudad, sino el conseguir ser tan exitosos sin traicionarla.
Nadie duda que el futuro del futbol es global, aunque tampoco que será mucho mejor si añade elementos locales (como el acrónimo tan en boga estos días, “glocal”).
En la medida en que los equipos logren tener un Raúl González, un Francesco Totti, un Xavi Hernández, un Steven Gerrard, conectarán con una grada que no puede limitarse a aplaudir goles. También desea sentirse parte de lo que pasa en la cancha y eso se precipita cuando concebimos que alguno de esos muchachos pudimos ser nosotros mismos. Tal como ese León de Lisboa, Billy McNeill, que contribuyó a más de treinta títulos para el club de su vida…, nunca mejor dicho: el de su vida.
Twitter/albertolati