Resulta incomprensible y hasta ofensivo que en plena era de la globalización, bien entrado el siglo XXI, una fuga de gas sin víctimas en el centro de París ocupe más espacios informativos que las devastadoras inundaciones en Asia meridional con decenas de muertos, o que lo que más se destaque -mediáticamente hablando- en el drama de los atentados del Domingo de Resurrección en Sri Lanka sea el deceso de “numerosos turistas occidentales”, entre ellos tres de los cuatro hijos del multimillonario danés Anders Povlsen, una tragedia sin duda aterradora, pero no más aterradora que la que golpeó a los srilankeses.
Con preocupación observo que seguimos arrastrando una visión eurocéntrica de los sucesos, esa mirada miope que hace del Viejo Continente la cuna del desarrollo, el meollo del universo, y que injustamente nos obliga a desterrar a un segundo o tercer plano desastres como la destrucción hace unos años de la Gran Mezquita de Alepo, Siria, el saqueo del Museo Nacional de Bagdad en la antigua Mesopotamia, sin olvidar el incendio que en septiembre pasado consumió el Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro junto con su invariable colección de antropología e historia natural.
¿Alguien se acuerda? ¿Alguna cadena noticiosa occidental interrumpió acaso su programación para hablar de esas tragedias? No. No tuvieron mayor importancia.
Todas estas reflexiones invaden mi mente a más de una semana del pavoroso incendio que destruyó gran parte de la Catedral de Notre Dame de París. Vi con mis propios ojos, estupefacta, cómo las llamas devoraban el techo y derribaban la emblemática aguja del templo. Conmocionada, al igual que todos los parisinos, impotente, devastada. Poco después observé desde el lugar del siniestro que el dolor se expandía a un ritmo vertiginoso por todos los continentes. El mundo contuvo la respiración, como si estuviéramos al borde del Apocalipsis.
La solidaridad siempre ayuda a cicatrizar las heridas. Pero, ¿no habrá un exceso en esas muestras planetarias de aflicción? La misma noche de infierno supimos que no había víctimas mortales y que la catedral que guarda entre sus muros más de ocho siglos de historia se había salvado de la destrucción. No estoy en Siria, no estoy en IraK, no estoy en Brasil. Escribo estas líneas desde la Isla de San Luis en pleno centro histórico de la Ciudad Luz contemplando la estructura casi intacta de la joya gótica, herida pero en pie, para alivio de todos nosotros.
Sigue valiente y majestuosa infundiéndonos esperanza.
En sólo 36 horas posteriores al incendio las grandes fortunas propietarias de los imperios del lujo francés prometieron más de 900 millones de euros para rehabilitar Notre Dame, una suma increíble, el doble o triple del costo estimado de las obras de reconstrucción de la catedral.
Que no nos extrañe que en un país sacudido desde hace más de cinco meses por la crisis de los chalecos amarillos suban de tono las voces que exigen la misma reactividad financiera de los ultrarricos frente a la miseria social, para atender a los “templos vivos”.
Pienso que no debemos hacer comparaciones entre las piedras y los humanos; merece un gran elogio la generosidad de los magnates en este caso. No es oportunismo fiscal. Los más dadivosos, Arnault y Pinault, renunciaron a las deducciones de impuestos previstas por la ley para callar las críticas. Imagínese qué habría pasado si no hubieran donado nada.
En lo que nos llega la respuesta, trasladémonos mentalmente por un instante a Siria, Brasil o a la antigua Mesopotamia.