Las mudanzas no son cosa fácil.
No es fácil comenzar una nueva vida. Es decir: acabar, borrar o, menos drástico, desprenderse de una vida vieja.
No, no se trata de cargar y trasladar muebles, libros, fotografías y archivos, aunque se trate de eso precisamente.
No es fácil conservar y deshacerse de muebles ni de libros, fotografías y archivos. Éstos son necesarios para no perder la identidad y también la nostalgia; los primeros son desechables, aunque con ellos se vayan algunos días de la propia vida; ya ni modo; la segundas, se quedan para siempre. De los recuerdos es imposible deshacerse, al menos conscientemente.

Con las mudanzas se recorren los armarios y tiras la ropa que desde hace décadas no usas, aquella que pasó de moda y sobre toda aquella que ya no te viene y que por más dietas imaginarias nunca se ajustará a tu nueva talla.
Con la mudanza te das cuenta que tienes libreros que guardan libros que nunca leíste y que nunca leerás.

Te aferras a la ilusión y atesoras aquellos que crees que un día leerás o te servirán para un hipotético trabajo sobre… la demografía de la región central del país y su influencia en el índice del empleo/desempleo nacional en relación con la divisas enviadas por los migrantes y su influencia sobre el huachicoleo o algo así, que te haga ganar un espacio en algún medio de información nacional, de aquellos que te despediste cuando dijiste adiós porque se te ocurrió, aunque antes lo hayas pensado hasta convencerte a ti mismo sin ninguna duda.

Deshacerse de cosas (cosas, así se dice en mi pueblo guanajuatense para definir las chácharas: cosas sin nombre propio, se venden cosas, se compran cosas, advierten los anuncios correspondientes); tirar ropa, libros, fotografías, archivos resulta más o menos fácil si se compara con la revisión de las agendas. Esta mudanza es la que jode.

Los reporteros guardamos números telefónicos en agendas, libretas de anotaciones, hojas sueltas, servilletas o cualquier otro papel que esté en el momento necesario. No se sabe nunca dónde los dejamos, pero siempre están ahí y los encontramos, aunque nos cueste trabajo y en el tráfago de su búsqueda hayamos mentado y mentemos madres ajenas y hasta la propia.

Creo que esa es la peor mudanza para los reporteros. Aquella en la que hay que revisar nombre tras nombre, por orden o en desorden alfabético Antes era una o muchas agendas; hoy la tecnología lo ha simplificado y nos obligó a “subirlas” todas a los contactos a un teléfono celular, “inteligente” le llaman, tal como “se lo venimos manejando”.

El problema es esa mudanza. Antes tachabas nombres y números, pero ahí quedaban de alguna forma en el papel. Hoy editas y eliminas contactos, sin posibilidad de recuperación, según te advierte el propio teléfono. Y, de pronto, piensas: ¿qué necesidad tengo de borrar mis contactos? Ninguna, salvo el espacio de la memoria de tu dispositivo; la nostalgia y también la decepción de que ninguno de ellos te llame o, peor, te conteste.

Decepcionado comienzas la revisión. Evitas a los muertos que inevitablemente borrarás. Te sigues con los más dolorosos: aquellos que fueron amigos y los perdiste o se perdieron; aquellos que se dijeron amigos y lo fueron mientras creyeron que podrías servirles; los jefes de prensa que te llamaron y les llamaste cuando fue necesario: aquellos mismos jefes de prensa que ni te llamaron ni les llamaste nunca, pero les compartiste números telefónicos por aquello de no te entumas… También los de las amigas a las que tu mujer llamaba tus amiguitas, y de los amigos a los que tu misma mujer llamaba tus amigotes; el del mecánico que una mala noche que sacó de un apuro automotriz o del talachero que te cambió una llanta en plena madrugada; el plomero que secó una fuga de agua; el de la pipa que te surtió de gas en una emergencia; el taxista de antes de que existiera Uber; los políticos que nunca contestaban cuando los necesitabas, tanto casi como los reporteros y fotógrafos que nunca respondían cuando los requerías para darles una orden de trabajo; o de Irene Alcántar, la que te resolvía todos tus problemas y tus citas hasta que la muerte se lo impidiera… Y entonces decides borrar a todos… porque ya a nadie necesitarás. Y resulta que no puedes hacerlo, aunque sólo basta que aprietes una tecla. No. Tal vez esperas que un día la pantalla del teléfono te anuncie que te llama aquel amigo del que te habías olvidado o él te había olvidado o, nada es imposible en este mundo, alguien que te marca desde el más allá aunque nada diga… y tú le contestes desde el más acá.

Las mudanzas provocan, entre otras cosas, nostalgia y –como ustedes han leído– también desvaríos. La agendas existen: los contactos también. Un buen día el teléfono suena y no das crédito al nombre que anuncia la pantalla. Entonces, sólo dirás: ¡ah, cabrón! y no te quedará más que oír lo que oirás.

dpc