En un deporte en el que la cabeza a menudo se ocupaba para rematar y no necesariamente para pensar, Xavi Hernández encontró un nicho diferente.
Crack entre cuyos atributos nunca estuvo el volumen goleador, ni la velocidad, ni la gambeta, ni alguna variante de remate, ni las coberturas o barridas, ni el poderío físico, ni, mucho menos, el juego por alto.
Lo de Xavi podría plantearse mejor con la palabra utilizada en inglés para referirse al mediocampista creativo: playmaker, especie de mariscal de campo para el que tan relevante como los envíos es la lectura de la defensa rival, el manejo de los tiempos, el tener lo mismo ojos en la nuca que bolita de cristal en la frente para convertir en clarividencia un mero soslayo.
Y recurro al anglicismo playmaker porque eso era lo que Xavi dominaba. Propiciar que los demás jugaran, posibilitar lo mejor de su equipo desde su discreción y prestidigitación, influir de la manera más sofisticada: sólo notándose cuando no estaba.
Si el pensamiento español del Siglo Veinte estuvo marcado por dos apellidos que encarnaban a una sola persona, Ortega y Gasset, la razón en su futbol emergió detrás de dos nombres tan pegados como si fueran un mismo sujeto, tan inseparables y adheridos como los del filósofo, aunque en este caso fueran dos: Xavi e Iniesta.
La España Invertebrada de la que escribió Ortega y Gasset halló las vertebras, al menos en la cancha pero a ratos también en la sociedad (finalmente, uno catalán, el otro manchego), en esos dos personajes que no jugaban en función de la pelota, sino de un complejo enramado de posibilidades y algoritmos.
Hacia 1999, un veterano Pep Guardiola advirtió al recién debutado Xavi: “tú me retirarás y luego Iniesta nos retirará a los dos”. Pequeña imprecisión del que después sería entrenador: en el Barça del futuro cabrían y se complementarían esos dos cerebros, festival de las neuronas, nunca uno en detrimento del otro.
Tan bien entendió Xavi al juego como consecuencia de la cabeza, limitando al máximo lo improvisado o circunstancial, que fue testarudo para entender que otros ganaran desde el pragmatismo –como tan bien se da a su imponente rival, el Madrid.
En el recuerdo una imagen del once de julio de 2010 en Johannesburgo. La final mundialista entre España y Holanda ha tomado tinte de película de indios y vaqueros. Llueven patadas, vuelan pelotazos, las vísceras crecen conforme se prolonga el cero a cero, ganchos cruzados que lo mismo aterrizan en mentón ajeno que en el propio. Entonces Xavi pisa el balón y lo impregna del ritmo de su respiración, lo hace circular como bombeado desde su corazón.
Claro, detrás está Busquets y alrededor su refinado tocayo vasco Xabi Alonso, más su otra mitad Iniesta, más otro pensador del balón como Cesc. Jugando así, césped anticoagulado con ilimitadas arterias, la probabilidad dicta que más pronto que tarde se generará la acción definitiva. Prohibido pensar que porque España lo haya ganado al minuto 116 haya sido por casualidad. Si por algo se ha coronado tanto en esos años, lo mismo que el mejor Barça de la historia, ha sido por coherencia.
Coherencia que iniciaba en el rictus fruncido de ese Xavi que iba a la cancha como a la academia de Platón o al liceo peripatético de Aristóteles. El Xavi que ha anunciado que en unas semanas se retira.
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