En la burbuja cibernética basta con que alguien prenda un fósforo para que miles estén dispuestos a rociar de gasolina con la repetición frenética de mensajes en las redes sociales. La característica principal de lo que sucede en Facebook, Twitter o Instagram no es la veracidad, sino la velocidad del estruendo.
Si antes el rumor o la duda sembrada corrían exclusivamente en las charlas de café o en los pasillos, ahora se potencian y propagan con punzantes y reiterados recados instantáneos que llegan a cualquier teléfono inteligente con el riesgo de generar una adicción al morbo.
Es por igual un mundo que atrae y despierta la curiosidad de miles de millones de habitantes del planeta que pueden enviarle un mensaje directo a casi todas las figuras públicas: cantantes, políticos, líderes sociales, ídolos y directores de empresas que, a su vez, han sido seducidos por el hecho de tener cada vez más seguidores y ganar más “likes”.
Para quienes satanizan a las redes o, en cambio, las idealizan como única forma de comunicación habrá que explicarles, en primera instancia, que son un gigantesco negocio para las empresas cibernéticas. Mientras más usuarios poseen, venden más publicidad y multiplican sus utilidades. El volumen es el motor, no el rigor.
Y mientras corren los millones para quienes invierten en ese mundo efímero, las consultorías externas se multiplican bajo la promesa de poder hacer de cualquiera una figura atractiva con millones de seguidores sin importar qué tan falsos sean.
El fenómeno es tan interesante y complejo que en las redes las personalidades se transforman, como aquel que manejando en medio del tráfico avienta el coche y reparte mentadas para después llegar a su lugar de destino con una sonrisa y expresando un “bonito día”.
Uno de los desafíos torales de las redes es el peligro del anonimato: la creación de cuentas falsas y campañas diseñadas y multiplicadas con programas computarizados para enlodar a adversarios. Todos estamos sujetos a la difamación e incluso movimientos legítimos caen en la trampa de privilegiar el ruido por encima de la verdad.
Pero lo valioso de las redes sociales radica en la comunicación horizontal, directa y cruda, sin intermediarios. La rápida reacción colectiva y de solidaridad ante el terremoto del 19 de septiembre de 2017 que sacudió nuestras conciencias mostró su mejor cara.
El triunfo electoral del hoy presidente Andrés Manuel López Obrador no se explica sin la multiplicación de mensajes de sus fieles seguidores que contuvieron la propaganda negativa en su contra. Por eso el propio tabasqueño las bautizó como “benditas redes sociales”. Por cierto, son las mismas que obligan a su esposa Beatriz Gutiérrez Müller a abandonar Twitter, alegando ser víctima de acoso cibernético.
Tratar de censurarlas o regularlas es como pensar que se puede frenar una avalancha con un tronco. El cómo y para qué las usamos y el bajo nivel del debate ahí expresado es reflejo de nuestra cultura cívica.