Quizá sean delirios u obsesiones de uno, pero entre los adjetivos con los que recordaré al Atlético de Madrid de Diego Simeone, siempre incluiré charrúa.
El hacer tanto con tan poco, el derrochar sudor y corazón en la cancha, el priorizar la entrega por encima de todo, el gritar con las piernas contra todo menosprecio, el incordiar y sacar de quicio a los millonarios del balón, el irrumpir cual Robin Hood hasta en dos finales de Champions League.
Si en buena medida Uruguay define su esencia por ser un pequeño territorio entre Brasil y Argentina, el Atlético del Cholo renació justo cuando mayor diferencia presupuestaria le separaba de los gigantes Real Madrid y Barcelona. Por supuesto, ya después pudo gastar más, aunque en 2014 vivió una temporada histórica con posibilidades mucho más limitadas que las de los tiburones españoles.
Evidentemente, ese Atleti será charrúa en mi memoria por culpa de quien este martes ha anunciado que deja al equipo. Diego Godín, cuyo apodo de “El faraón” no era una de las clásicas exageraciones en las que solemos incurrir en la crónica deportiva. Dueño del área, patrón de los aires, con él en la defensa central no había sitio para otra voz u otro mando. Algo así como lo que se nos cuenta de su compatriota Obdulio Varela, gran capitán del Uruguay campeón del mundo en 1950, Godín no reclamó su alta graduación con gritos, sino con el más férreo ejemplo.
Jamás se guardó nada, como si cada balón que vislumbraba fuese el último, como si en evitar un saque de banda se escondiera el Santo Grial, como si el futuro no existiese y todo se necesitara resolver tan en presente como en primera persona.
Como todo guerrero dispuesto a jugárselo todo, sufrió fractura de nariz, perdió dientes y hasta revivió una vieja tradición callejera. Cuando alguien se lesionaba en el barrio y se acababan los cambios, se le mandaba a la delantera a hacer bulto. Eso sucedió con Godín unos meses atrás, quien incluso adolorido y casi inmóvil anotó el gol de la victoria metiendo su cabeza en una patada rival.
Simeone consiguió en este equipo la mayor mímesis que se haya visto de un técnico sobre su once: que jugara quien jugara, todos lucieran como antaño él. Algo en parte posible gracias al liderazgo de este uruguayo de honor. Cuando Godín mordía, el resto apretaba; cuando Godín salía unos metros, todos aceleraban; cuando Godín iba al cruce, sus compañeros respiraban; cuando Godín se elevaba, los demás creían; cuando Godín hablaba, los colchoneros acataban.
Por mucho Cholo que haya habido en la banca, el cholismo no hubiese sido lo que fue, sin él. Quizá por eso mi mente terca dejará ese adjetivo entre otros para el Atleti de la última década: un equipo charrúa; faraónicamente, charrúa.
Twitter/albertolati