Los politólogos, sociólogos, opinólogos, periodistas, comentócratas, políticos y lectores avezados saben que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, de acuerdo con la frase original redactada, en 1887, por el historiador y político inglés Lord Acton.

 

También, por simple experiencia histórica, saben que el poder necesariamente, tarde o temprano, desgasta a quien lo ejerce. La fama, la popularidad son efímeras. O como dicen que se decía en latín “sic transit gloria mundi” (“así pasa la gloria del mundo”). Y la popularidad del poder es absolutamente más efímera que las otros ámbitos.

 

Por eso no debería ser sorpresa el registro a la baja, en las recientes semanas, de la popularidad del presidente Andrés Manuel López Obrador, según diversas encuestas, incluidas las de aquellas casas que le atribuyeron números por arriba del 80 por ciento. Hoy se habla de índices de entre el 60 y 63%, aproximadamente, de opiniones favorables. La sorpresa podría ser el tiempo (poco más de cinco meses) en el que se produce esta reducción. Y esta tendencia a la baja seguramente continuará.

 

Eso ocurre en la mayoría de las democracias, principalmente en las de los país llamados subdesarrollados, en vías de desarrollo, emergentes o como se les quiera llamar, en donde los votantes son muy incultos respecto de los sistemas democráticos (también en otros ámbitos) y, por lo tanto, exigentes y desesperados y luego decepcionados.

 

Su lógica es elemental. Dicen, creen y en algunos casos graves piensan: Yo ya voté, ya cumplí, ya ganamos; ahora todo está solucionado… al día siguiente de la elección. Y ahora me cumplen.

 

Pero la vida real no es así. Un país no cambia de un día para otro, así lo haya prometido el candidato triunfador, cuya victoria fue arrolladora. Tampoco cambiará al día siguiente de la toma de posesión así lo haya prometido y hasta determinado y decretado el nuevo Presidente de la República y los miembros de su gobierno. Eso es imposible, en cualquier país.

 

El problema del todavía nuevo gobierno de México es que su dirigente prometió y prometió que todo iba a cambiar en cuánto él ganase las elecciones y luego hicieron lo mismo los entonces seguros y los probables miembros de su gabinete. Ellos, el Presidente de la República y sus colaboradores, son rehenes de sus promesas; de los tiempos que prometieron para la presunta solución de los principales problemas del país; ellos los marcaron.

 

Todo iba estar solucionado, dijeron, gritaron, prometieron, en cuanto “la mafia del poder” perdiera el poder político. Y ya lo perdió desde el 1º de julio de 2108 y ya no lo ejerce desde el 1º de diciembre del mismo año. Hoy el poder político en México está en otras manos, las de ellos, los prometedores. Es probable que algunos –es decir, pocos o muchos, porque no hay manera de medirlos— hayan votado por influjo de esas promesas y hoy ya no creen en quien creyeron. Habrán más quienes sigan este proceso y otros más que mantendrán su apoyo pese al incumplimiento de las promesas, por convicción, por resentimiento o por revanchas, por hartazgo y enojo en todo caso personales más que partidarias (en el sentido amplio del término).

 

La corrupción no se acabó con el ejemplo, al contrario: el ejemplo ha sido mantener prácticas antes calificadas de corruptas; los abrazos no sustituyeron a los balazos: el primer trimestre del 2019 ha sido el más violento de la historia del país; los bajos salarios se mantienen más allá de aumento al mínimo y, peor aún, el desempleo crece; la inversiones pública, privada y extranjera disminuyen; la confianza de empresarios y consumidores va a la baja; la inflación comienza a superar los pronósticos; el crecimiento económico previsto se desvanece en los análisis nacionales e internacionales; la acciones en la Bolsa de Valores acumulada pérdidas; las calificadoras internacionales desconfían de México el precio de la gasolina no baja y ahora ha habido desabasto; los presuntos ahorros en el gasto público han pegado primero a los pobres (gastos en salud, educación, bienestar social, trabajo)…

 

Claro, quien ocupa la Presidencia de la República dice “tener otros datos”, que nunca ofrece más allá de que “vamos requetebién”.

 

Ya se dice: no es lo mismo ser borracho que cantinero, y hay que agregar: aunque éste ofrezca bebidas gratis.
Sí, apenas van cinco meses y cómo exigir que se resuelvan los problemas; pues porque lo prometieron: llevan ya cinco meses de retraso. O al revés, y es pregunta, ¿cómo es posible que la destrucción de la economía nacional se prevea apenas en cinco meses de gobierno?

 

Lo del “cochinero que nos dejaron” puede ser cierto, pero no pueden llamarse a engaño. Lo sabían o debían saberlo. Ese “cochinero” es el mayor origen de su triunfo electoral. Sin ese “cochinero” seguramente no habrían ganado.

 

La polarización nacional que ha provocado el nuevo Presidente de la República con sus acciones, pero sobre todo con sus dichos, desde hace más de 18 años, le empieza a pasar su propia factura. No hay sorpresa. No será el primero que tenga que pagarla. Lo han tenido qué hacer todos los presidentes mexicanos que llegaron al cargo como iluminados, tlatoanis, todopoderosos para resolver todos los problemas nacionales, pero más que nada los personales. Es decir, todos.

 

Los índices de popularidad no alcanzan para mucho, aunque se crea que sí. Hay ejemplos recientes todavía más allá de los presidentes: Miguel Ángel Mancera no sólo logró popularidad, sino uno de los mayores porcentajes de votación en la época democrática del país: más de 63 por ciento de los votantes de la Ciudad de México y en menos de la mitad de su gobierno casi había perdido su presunto capital político. El descenso empezó, según el escribidor, con una decisión que podría haber sido considerada casi baladí: la de cambiar el color de los taxis capitalinos…
López Obrador tiene la ventaja del reparto de dinero a los probables votantes, quienes entienden que si no gana él o sus candidatos perderían sus entradas en efectivo. Así es como el populismo construye dictaduras, entre otros muchos factores.

 

Más: la caída en la popularidad presidencial (la gloria del mundo pasará) no se traducirá necesariamente en derrotas electorales (las gubernaturas de Puebla y Baja California serán un buen termómetro para la medir esta afirmación). El Presidente y sus seguidores no tienen enemigo electoral enfrente; en México, quien iba a decir a estas alturas, no hay oposición política, vamos ni siquiera algún iluminado que pudiera atrapar simpatías (aunque lo habrá y no será el mejor; recuerden Brasil). Ese es el real problema, no la alta o la baja popularidad. No está fácil.

 

(Por cierto, cuando el célebre Lord Acton –llamado John Emerich Edward Dalberg-Acton– hablaba o escribía sobre el poder no se refería exclusivamente al político, sino a cualquier tipo de poder: el económico, el patronal, el sindical, el religioso, el militar, el de los académicos y seguramente también –presume el escribidor– al de los comentócratas…)